El pasar de entonces
Deus sitit sitiri
San Agustín, De
diversis quaestionibus
octoginta tribus, 64, 4
San Agustín, De
diversis quaestionibus
octoginta tribus, 64, 4
La invitación a presentar el libro de poemas titulado entonces del poetamigo Leandro Calle me llena de honra, temor y temblor. Es así, porque se trata de la experiencia del don, de haber recibido gratuitamente –en el más amplio de los sentidos – una responsabilidad, cuya infinición pone en escena lo inabarcable de la tarea y la insuficiencia de las propias capacidades. El don gratuito genera siempre gratitud y deseo de respuesta. Pero la primera respuesta al don es querer contarlo, decirlo. Lo que uno recibe gratis quiere darlo uno con el mismo precio.
En este caso, el don da como comienzo una palabra extraña. entonces. ¿Un adverbio temporal? ¿O se trata de la secuencia lógica del condicional hipotético si-entonces?
El poema nos invita ante todo al pensar temporal. ¿Qué temporalización de nuestro existir abre el poema? Si si-entonces – la secuencia lógica – nos abre el sentido de la continuidad cronométrica, entonces rompe esa sucesión.
entonces inicia con un tema que en la obra de Leandro Calle se repite. Para decirlo filosóficamente, se trata de la “palabra” que no entra en las categorías hasta ahora establecidas para el lenguaje: sentido-significado; locución-ilocución-perlocución; símbolo; referencia; deíxico .... Como sucede en su exposición del grito, por ejemplo, como aquel tercero excluido de palabra y silencio en Una luz desde el río, del grito que no dice nada ni quiere hacer nada. Así también su meditar sobre el silencio, allí donde arde la voz en entonces. Grito y silencio no son productos conceptuales, sino que simplemente, para usar en términos del poeta lo que otros llaman Ereignis o événement, pasan. El acontecimiento, el pasar, es a la vez lo que adviene, llega, y se va, sin que el sujeto pueda dominarlo. Pero el sujeto es (en) ese pasar mismo. Y el pasar abre el pensar.
El poeta permite ese abrirse al pensar, como un modo de experiencia que invierte la secuencial obviedad. El poema dice que:
El silencio habla.
El agua es sólida.
La luz es lenta.
El silencio se mastica.
El mirar se dirige hacia dentro.
La ausencia es presencia.
La gravedad tira hacia arriba.
No se trata de juegos de palabras. O mejor expuesto, se trata de juegos sólo si uno entiende que nada hay más serio que el juego, que sólo el juego jugado en serio permite al mismo tiempo el rigor metodológico de la norma y la creatividad donde adviene lo inesperado. Como en el arte, la poiesis, se combina en el juego pericia técnica y apertura a lo nuevo: creación. Es decir, la seriedad del poeta está en su oficio, que abre un sentido pero que requiere de él el trabajo prosaico, duro, con las palabras.
Contra la locura de la obviedad y la secuencia lógica, locura porque impide toda otra experiencia (des)calificándola como autocontradicción performativa y ubica al hablar poetizante como lo otro del logos racional, como mera sensibilidad subjetiva y narcisista, el poema se muestra como una apertura de sentido no reductible al crono-logismo.
Así también puede escucharse un tercer sentido, allende el rol lógico demostrativo o hipotético consecutivo y el temporal. “¿¡entonces!?” es también la palabra reclamante, demandante, que espera una respuesta y abre así la responsabilidad del que escucha y con ella inviste su futuro. Su sentido sólo se interpreta como demanda cuando la palabra no se lee con la mirada, sino que se escucha con el énfasis oral, que concluye una interpelación e inicia el cronotopos, espaciotiempo que separa de la respuesta.
En ese silencio del intervalo o entretiempo, en una paciencia impaciente, aparece un ritmo: el ritmo de la sed. La sed, ese fenómeno aparentemente obvio y universal, que una y otra vez exige del poeta su atención. La sed es rítmica, como el deseo, Eros, hijo de Poros y Penia, que es mortal e inmortal, que nace, muere y renace por portar las características de sus progenitores míticos. Pero a diferencia del mundo griego, la sed no es síntoma de una nostalgia infinita por una unidad perdida, por un teórico paraíso helénico, presencia absoluta del todo a sí, sin tú, sin yo, sin él o ella. Si el temporalizarse del entonces rompe con la secuencia lógica de la ratio, del pensar que se creyó a sí mismo origen, juez y parte del sentido único, el “¡¿entonces!?” como demanda de respuesta, como sed mutua, rompe con el mítico holismo, desmiente la supuesta unidad originaria. A ese mundo heleno de la unidad original pertenecía también un “entonces”, comprendido como “in illo tempore”, como el “tiempo” mitológico primordial del que se tiene nostalgia, ante el cual se siente tristeza por la perfección perdida. Ella significaba un mundo sin conflicto, sin el dos, con el cual, según Pitágoras, nace la pena. Pero era un mundo sin amor (y por supuesto sin odio), porque sólo hay amor siendo tú tú, y yo yo.
En cambio, la sed que el poema revela, pertenece mucho más a la tradición hebrea. Es la zarza encendida que no se consume, medio encendida, medio apagada, como dice el poeta. Es el amor que vive de su propio don, gratia gratis datae, sin pretender la vuelta a sí, la identidad consigo misma que abarca, rodea y encierra lo amado. Si la presencia de lo amado “pasa y no se queda”, si su presencia se manifiesta como una “espalda”, el poema se enfrenta a las obviedades primeras e históricamente naturalizadas del pensar. Como por ejemplo, que el principal de los sentidos es la vista (Aristóteles). Como por ejemplo, que de lo que se trata en la experiencia concreta es de superarla mediante un concebir conceptos, com-prender y aprehender con un término la multiplicidad de lo real.
En cambio, si la sed es la experiencia fundante, se parte de una pasividad originaria, que no aprehende sino que es-abrasada, consumida. Se pueden intentar mil maneras de desviar la atención de ella, de saciarla. Pero su propia fuerza es la de la persistencia, que abarca y quema, que vuelve. Su vuelta es el ciclo litúrgico que da ritmo al tiempo, que abre al existir a un tiempo futuro de saciedad plena, pero que queda como orientación, nunca como presente, pues de hacerse presente aniquilaría al tiempo y ya no habría entonces sino cristalización e idolatría del ya. Ese rítmico tener sed permite abrir el verdadero sentido de toda conmemoración litúrgica. No se trata de poner mojones de lo que pasó en el tiempo y repetirlo hasta el hartazgo, cosa que caracteriza la idolatría de todo totalitarismo, de toda religión vuelta idolátrica, de toda estética cosificada. Se trata de seleccionar en el cronos momentos para pensar el pasar de lo que aún no advino, que le da atención, movimiento y sentido a la secuencia, haciendo caso a lo deseado que aún no está.
Cuando la sed revela la ausencia, “cuando no estás”, es la sed misma la que moviliza la búsqueda. La espalda que vimos al pasar, la experiencia de Moisés del absoluto, es suficiente para nutrir la sed, la búsqueda de toda una vida. Y la búsqueda, la fidelidad al ritmo de la sed, revela algo extraordinario. La ausencia se revela presencia. El desierto se revela fecundo. La espalda se revela rostro.
Ante el ser anónimo y totalizante de los filósofos y científicos se revela el rostro concreto. El rostro es el agua que sacia la sed, pero es un agua salada, que la enciende hasta la locura. La locura es tener a otro adentro. “Ya estabas dentro/no te habías ido nunca”. Nuevamente, ese estar-dentro no es el saber-siempre-ya, que sólo requiere re-conocer o re-cordar lo ya sabido (Platón). Ese estar-dentro es la posibilidad de que pase la novedad esperada, de que se acabe de realizar lo que comenzó diacrónicamente. Eso que advino en el tiempo desfasándolo. Un pasado no ubicable en ninguna fecha. El futuro como llamado en el presente. Sólo así debe comprenderse un momento difícil del poema: la tristeza que se revela cuando se produce el abandono, y de Dios quedan sólo los huesos. No es la tristeza por la pérdida de la perfecta unidad de sí consigo mismo. Es la tristeza de no haber dado aún la respuesta plena, y de saberse incapaz de hacerlo, incapaz de lograr plasmar en un presente esa diacronía y la novedad esperada. Pero la tristeza es sólo la otra cara del gozo que descubre no ya la saciedad, sino la sed como el modo universal y en todas partes encontrable de la ausencia. Es tener sed del don recibido. Es tener sed de darlo. Es reconocer en ese movimiento el modo de temporalizarse de cara a otro. Es responder del futuro.
El pasar que entonces revela es un movimiento único dirigido hacia tres “momentos” de una experiencia fundante. Ese movimiento es el existir humano que se da como triple palabra-respuesta a esa experiencia. Es la palabra de gracias, o la respuesta de gratitud por el don ya recibido en un pasado que no puede fijarse en el almanaque, don siempre precario e infinitamente demandante. Es la palabra de perdón, o la respuesta presente ante la tristeza de la incapacidad, de la no-plenitud constitutiva de toda respuesta al don. Es el por favor, o la atención al futuro menesteroso que nos es constitutivo. Por favor, perdón y gracias no son “tres palabras mágicas”, sino el ritmo de una sed, sedienta de que se tenga sed de ella, de una insaciedad cuya respuesta constituye quienes somos, nuestra identidad.