jueves, 18 de noviembre de 2010

Sobre "Un bosque oriental"


Un bosque oriental de Silvina Mercadal.
Esta tarde quiero presentarles un nuevo libro de Silvina Mercadal y para iniciar este breve recorrido, que pretende ser una invitación a visitar ese paisaje que ante la sola evocación del título, poblamos de verdes y de murmullos, de intensidades que acuden a la superficie desnuda de la piel, es necesario adentrarse, abandonarse en la espesura de ese llamado que invariablemente se ofrece al peligro de extraviarse.
Estas páginas ejercen un magnetismo que atrapa en un sentido doble: el ideal, el de la lectura que instintivamente abriga la ilusión de abrirse paso entre los silencios de lo dicho y, el otro, el real, el de haber sido arrebatados por la verdura entrelazada de un bosque que habla y que respira, una umbría palpitante que guarda en la humedad de su cúpula impenetrable la acechanza de los caminos no marcados, la tentación del abandono al tanteo gozoso y terrible de las formas desconocidas.
Una entrada al bosque. Perdida. ¿Quién puede ser sino una niña la que se adentra en la enramada, la que se hunde en el espesamiento súbito de todo lo ligero, en el borramiento de los límites que anula toda posibilidad de pasar del otro lado? ¿Es posible avanzar acaso hurtando furtivamente unas señales, arrancando un puñado de hierbas que permita reconocer el sendero, convertir esa desazón en sabiduría, desparramar unas migas como los niños del cuento?, leo:
Y para salir
nada mejor que entrar
en el puro límite
hasta torcerlo
Y allí es donde el camino se estremece nuevamente para cambiar de forma, para volver a perdernos en ese linde que parecía ofrecer la transparencia de lo que salva, la menuda hierba-antídoto que deberíamos reconocer para la ponzoña de las diminutas fieras, justo a la entrada de la trampa golosa de sus guaridas.
A medida que el apacible jardín se ensombrece, una Ariadna improvisada desovilla confiada su hilo y se pierde, como si ese vínculo que la conecta con la vida, con el sentido que prolifera fuera de ese laberinto sin muros ni fosos ni escaleras no pudiera cortarse, no pudiera enmarañarse lo suficiente como para borrarse, convertido él mismo en otro signo ininteligible. Se pierde porque se pierde, se busca sin saber qué.
Con sabiduría la voz de los poemas nos advierte: “es fácil perderse en la espesura de lo nunca domesticado”, y esas palabras guardan como un oráculo la sombra que gasta en círculos la región conocida del miedo, de la pena, de la pérdida que pierde hasta la memoria de esa errancia en las regiones pantanosas de la lengua.
Un bosque oriental ofrece su radiante entrada en un solo sentido de circulación: la del extravío, la de la pérdida cuando lo que se pierde es uno mismo bogando entre las vagas señales de una densidad insondable. No hay muchas más señas que indiquen la salida porque, si existe, esa puerta puede escribirse súbitamente como una fe en el afuera, como una espera, ansiada pero demorada, del desenmarañamiento de la fronda. La espera misma crea una distancia que no se desvanece en el avance, una meta que se posterga en el deseo mismo de perderse. O quizás la salida no se encuentra sino que nos encuentra, cuando el bosque mismo desecha por fin los huesitos del cuerpo devorado, consumido por las ansias de insectos de agudo pico, de patas innúmeras. Bichitos de irisadas alas, reptiles de portentosa piel escrita, aquí y allá llevan signos que se transforman: significantes de lo monstruoso que se retuercen hasta estallar en una nueva forma, en una especie nueva que parafrasea el miedo que se evade en líneas supletorias hacia su más allá sin retorno.
Comienza el cuento cuando el linde del bosque toca con su ramaje lo que está afuera de su afuera: la historia de un bosque rayano al espanto con sus linderos y arrabales nunca terminará de decirse. Cada rama que nos engaña con su forma, que nos pierde un poco más, es otro límite de extensión escasa en su manía de alejar lo que nunca va a ninguna parte. Partidas que no se emprenden, llegadas a las que no se llega.
Entre los versos se dilata un transcurrir de demoras y bifurcaciones de la niña perdida por senderos irregulares. El bosque es un territorio hostil para perderse, para ser arañado por filosas ramas que rozan y que dicen, que dibujan en la piel extraños signos, vagas letras de un solo trazo, indescifrables dibujitos de insectos tatuados en la piel, esas ininteligibles siluetas, especies cifradas cuyo trazo único oculta un mensaje que quizás, finalmente, nada diga, sino el vacío de la herida, su cicatriz, su marca ya indeleble; leo como en un arcano:
me detenía y comenzaba
a andar con el acertijo
rozando, no la respuesta
y perdida…
Este bosque como en los cuentos está lleno de peligros pero esa voluptuosidad de perderse existe siempre en el sentido recto del sendero y de la fábula. Aunque se encuentre mil veces bifurcado, el camino conduce siempre al claro, la vereda llega tarde o temprano hacia el reencuentro de todo lo perdido. En Un bosque oriental esta salvación ilusoria no es posible. La fronda se adensa a medida que se avanza pero no con la oscuridad de los signos sino con el incandescente resplandor de su vacío, con la creciente consternación ante lo que, aunque terrible, se abre plenamente a la desnudez de su desgarro. Sus lindes, siempre postergados, se abren al porvenir como la piel curtida de la presa, esa ganancia funesta de una pelea cuerpo a cuerpo con la mitad silvestre de todo.
Botánica y zoologíca, la historia imposible del bosque se escribe también más allá de la palabra, que permite prosperar en los bordes la corporalidad alucinada del signo que bien puede cundir en seres nuevos. Los grafismos de Mauro Cesari que acompañan el texto confirman que entre el signo vacío en su unicidad irreductible y el contorno caprichoso del insecto, del cuerpo indescifrable de la bestia diminuta, existe apenas la vacilación de un trazo, el azar inhumano de la vibración del pulso que todo lo trasforma y lo ofrece al vértigo de lo posible. Cada signo errático traduce en su idioma imposible la cifra de esa deuda, de una falla de la lengua que prolifera en la región boscosa del poema. Esa posibilidad de tocarse, de encontrarse en el vacío de los nombres otrora deplorados, se abre en el límite entre carne y mundo, con el punzón de ramas escribiendo sus señales: mensaje encriptado de su alteridad significante. Y aquí la escritura está más cerca de la humedad visceral de la vida que de la mera linguisticidad poética. En su carnalidad cercana a la biología más elemental, emerge un bosque de poemas, esa densidad para perderse y confundir el camino no siempre equivocadamente.
Cada nervadura se escribe en este nuevo herbario de especies petrificadas, cada frágil brizna es una señal difusa de la vida subterránea de todo. Y estas páginas son también un bestiario que remonta el recuento de la entomología fósil del cuerpo hacia su origen feroz, hacia el anonadamiento del bicho sumido en la enajenación voluptuosa de la sobrevivencia.
Lo agudo, lo erizado, lo encrespado, lo turbio de la lengua que hiere o acaricia con sus afilados aguijones es el poema. ¿Pérdida inesperada? Accidental o no, internarse en la espesura acaso no tan desconocida no debe ser leído sino como el escarceo verbal de ese sendero, la búsqueda constante de una amada sombra que hace tanto tiempo se perdió en la umbría que no basta despertarse para recordar desde cuando se la seguía.
La reciedumbre de ese follaje verbal hiere la piel hasta lacerarla, hasta escribirla como la máquina infernal del castigo soñada por Kafka, en pesadillas que traen guardias que no guardan, menudas bocas dispuestas a la depredación paciente, al saboreo deleitoso de la presa. Un sutil esqueleto de araña o de avispa sostiene la fragilidad vacilante de ese lenguaje bajo la bóveda omnívora de lo verde. Es el gruñido, el garabato, antes que la palabra, el signo vacío desatado a su plasticidad emergente, el mensaje desbaratado en su materialidad significante, significado hecho girones por las fauces del deseo, por la sola expectación de los delgados picos prestos a libar.
El cuerpo parlante le da voz al cuerpo animal y el resto es escama, pluma, colmillo, garra. La parte del todo se juega en un contrapunto de extravíos: la suave piel de la viandante parasitada por la fiera, por la infamia de lo que corre entre la maleza y no se deja ver; leo:
colibrí, iguana, culebra
fuga el cuerpo parlante
no en rigores sino en visión
alzado.
Ya casi a la salida podremos acaso ver una luz, rendirnos ante la evidencia de que en todo laberinto tendrá alguna vez que despuntar la claridad, dice un poema:
En los linderos cuelgan
pequeñas lámparas
puertas hechas
de un trance
abren caminos
en la maleza.
Los innumerables diminutos ojos de las pequeñas figuras, vegetales y bestiales, que se entrelazan entre los versos, como en el sueño premonitorio de Grandville, nos observan desde la espesura abovedada. ¿Cómo podremos advertirlos, deberemos doblegarnos a la vergüenza de sabernos perdidos y encontrados como niños de antes, pero más que antes? Esa acechanza es, estando abandonado en la floresta poética, una forma de felicidad verdadera. La vegetación tremolante de ese bosque, nos saluda.
Adriana Canseco.