Poemas existenciales, de Osvaldo Ferrari
Alción, 2012
Semanas atrás,
caminando por las calles de Saint-Germain de Près, en París, me topé, con L’Hotel, en la rue des Beaux-Arts, nº
13. En el frente, a la izquierda de la puerta, una placa señala que Oscar Wilde
murió allí, en 1900, cuando aún se llamaba Hotel
d’Alsace; a la derecha, otra placa similar, consigna que también fue
residencia de Borges. Esta sorpresa me remitió a Osvaldo Ferrari. ¿Por qué a
él, me dije, cuando la mayoría de mis amigos son escritores y con cualquiera de
ellos una referencia como ésta hubiera sido motivo de conversación? Pensé en
Osvaldo porque tiene dos condiciones que lo distinguen: el don de la admiración
y el gusto por las vidas literarias. Cualidades a las que podría agregarle una
tercera: la sensibilidad para resaltar esas vidas, a través de la palabra
escrita o de su contagiosa conversación. Basten como ejemplo los volúmenes en
los que ha compilado los numerosos diálogos radiales realizados con escritores
argentinos; principalmente, con Borges. Todo esto destaca un perfil generoso y
agradecido. Pero la práctica de mirar hacia atrás -a los mayores, a los más
grandes- para describir el esplendor de una literatura magnífica como lo ha
sido la argentina del siglo XX, revela, asimismo, que Osvaldo se sabe heredero
de esa tradición literaria, a la que custodia y de la que busca aprender. No es
extraño, entonces, que los nombres de Oscar Wilde, paradigma del escritor
apasionado, y Jorge Luis Borges, la figura canónica de nuestra literatura, me
despertaran su recuerdo. Ambos tuvieron la particularidad de contar con el
pasado para proyectarse en el presente, ya sea controvirtiéndolo, ya sea
recuperándolo por la vía de la ficción, hasta llevarlo a otras fronteras del
sentido.
Los libros de Osvaldo
están recorridos por topónimos y figuras literarias, y toda su vida de escritor
es una larga reflexión sobre el país, la cultura y sus intérpretes. Con un
hecho sobresaliente: la reflexión acerca del país y lo que en su pensamiento
constituye nuestra fatalidad histórica –el desierto y sus caras opuestas, la
soledad y el vacío-, lo han llevado últimamente ha incorporar al material de su
poesía el descubrimiento de la naturaleza física, hecha de árboles, cimas,
tierras y llanuras, y el mar como un espejo de esas lejanías. Pero lejos está
de ser un escritor costumbrista. Por el contrario, Osvaldo Ferrari es un
escritor reflexivo, que se deja impresionar por la vida vivida y la vida
presentida, y que ha elevado la soledad del paisaje nativo a una dimensión
metafísica. Si en su segundo libro, “Poemas
autobiográficos”, está el descubrimiento del mundo y la temprana vuelta al
país, con todo lo que esto supone de extrañamiento –la recuperación del rumor
de las calles y el instante solitario que amenaza al viajero, en este nuevo
libro tenemos algo que puede expresarse con la palabra dominio. Dominio en el sentido de lo que la voz latina dominus refiere en cuanto a propiedad,
señorío. Él ya sabe cuál es su lugar, su vocación y su paisaje, pero nada de
esto atenúa la necesidad de preguntarse por las causas del dramatismo interior
que sacuden al país desde sus comienzos. Viajarás
por el hombre al viajar por el mundo, escribe, sentando con esto una de los
móviles de su trabajo intelectual.
Tempranamente, Basilio Uribe vio esta cualidad, cuando escribió que en
la poesía de Osvaldo el sentido de la vista establece el clima dominante. Y
este es, precisamente, su modo afirmativo de tomar contacto con la realidad:
observando, preguntando, inquiriendo. El que lo lleva a escribir un poema como “Invierno revelado”, al que debemos leer
–y aquí me entrometo- en el sentido de-lo-que-el-invierno-revela: Todos los inviernos son este invierno./ La
misteriosa creación/ se revela en la estación blanca y despojada./ Una vez más
el don del aire transparente,/ una vez más el frío que despierta la
conciencia,/ una vez más la grave naturaleza de la vida/ nos alcanza desde el
cielo nublado.
Con Osvaldo pertenecemos
a la misma generación literaria. Una generación que comenzó a escribir cuando
estaban vivos Borges, Mastronardi, Molinari, Enrique Banchs, Marechal, Juan L.
Ortiz, González Tuñón. Una generación que supo ser amiga de Giannuzzi, Enrique
Molina, Edgar Bayley, Olga Orozco, Juan José Hernández, Girri, Madariaga. Una
generación que tuvo una particularidad que nos enorgullece: la de no haber sido
parricidas. Y más: la de no tener reparo en considerarnos discípulos (aún ya
siendo grandes), epígonos o simplemente continuadores de esa gran tradición.
Asistir a la literatura fue, para nosotros, puerto de partida y de llegada a un
acontecimiento de inmensa felicidad y de aguda toma de conciencia del tiempo y
del lugar en que vivimos. Vean esto que digo retratado en el poema “A Murena en Buenos Aires” que integra
el segundo libro de Osvaldo y que me permito leerles: “Cuando los granaderos cruzaron Paseo Colón/ ya habías muerto./
Hubieras apreciado el oro desgastado/ y el paso extraño de los caballos/
resucitando o regresando…/ Marchaban fuera del tiempo;/ te hubieran parecido
irreales los trajes/ y el aire ceremonioso de las cabezas/ orientadas o
atraídas por el sol./ Al verlos hubieras sospechado/ que el presente no es el
presente,/ que la ciudad es metafísica en nosotros,/ que el ridículo y la
violencia nos prueban./ Pero no estabas, y tu espíritu/ ya era la ciudad. Era
la planicie/ y era el río, era los edificios abstractos/ y su gran ausencia
inmóvil…” Con las trasposiciones que son propias de la poesía, se puede
entrever en estos versos al poeta joven que sale a buscar al autor de “La metáfora y lo sagrado” -tardíamente,
porque éste ya ha muerto y él estaba entonces en el extranjero-, para entablar
un diálogo imaginario en el que las tensiones de la gran ciudad muestran que,
con la desaparición del maestro, ésta se ha vuelto abstracta y universal.
Osvaldo Ferrari lleva
escritos tres libros de poesía, además de los diálogos con Borges en los que
examinó –como ninguno antes ni después- toda la génesis creadora del maestro,
toda su vida y buena parte de sus secretos. Este libro que hoy presentamos es
el tercero. Los tres tienen títulos de raíz ontológica. Poemas de vida, Poemas autobiográficos y Poemas existenciales. Los
tres pueden ser integrados a un solo conjunto que tiene y no tiene relación
autobiográfica con su persona. Porque, bien leídos, son piezas semánticas, lo
que es tanto como decir que son figuraciones literarias. Sabemos que la
verdadera biografía de un escritor está en su obra. Y que los poetas no tienen
otra biografía fuera de sus poemas, ya que lo que puedan referir de su
subjetividad son señas, motivos, excusas –“perchas” les llaman Auden- de las
que cuelga el episodio verbal, escrito y de algún modo enigmático que
constituye su literatura. Debo decir que cuando Osvaldo me mandó los originales
de este nuevo libro le observé el título, casi con el propósito de que lo
cambiara. Pero después pensé, ¿qué
derecho tengo de sugerirle otro título y qué podría hacer él en el caso de
acceder?, ¿titularlo –pensemos-: La
distancia blanca, La piedra aérea, La hoguera de encina, por citar algunos
de sus versos que pudieron servir de título? Pero no, hubiera sido más de lo
mismo, y el libro habría perdido lo que constituye su estilo y estructura: el
hacer de cada poema una ocasión para el asombro y una plataforma para el
pensar. Tal es su manera de entender la función de la poesía y de capitalizar
su fascinación por los hechos y las personas a través de imágenes conceptuales
de inmediata comunicación y con admirable economía verbal. Así fue como escribí
el prólogo en el que señalo: La tentación
de plasmar un orbe que nos constituya más allá de lo circunstancial alienta su
instinto poético. Volcadas al lenguaje escrito, esas personas y lugares obran
como espejos en los que nos podemos ver. Un orbe, entonces, que es, asimismo,
un sueño y una estatura de la conciencia: un saber.
Como mis palabras no
tienen otro propósito que el de acompañar la lectura del libro, quiero señalar
algunas notas que distinguen la poesía de Osvaldo Ferrari.
Primero: hay en toda
ella una tendencia a escribir en tiempo pasado, recogiendo imágenes que son
tropos e hitos de la historia con el propósito de rescatarlos del olvido, pero,
sobre todo, para darles una continuidad y explicar con su ayuda el presente. De
este modo, rememora, recapitula. Pero sabemos que rememorar es reconstruir con
la imaginación, ya que el pasado no permanece atrás, objetivo, cosificado, sino
que es una construcción hecha desde el presente con ayuda de la memoria y la imaginación.
En ese ir hacia el pasado, Osvaldo toma figuras de la literatura y establece un
escenario que clarifica las encrucijadas de hoy y tiende un horizonte para
adivinar el futuro. Así, sus poemas conforman una sutil trama de pasado y
presente, de proximidad y lejanía, en los que se alcanza una afirmación que es
siempre concluyente. Vean el poema “A Hernández”, sobre todo en sus dos
últimas líneas: Sobre tu rostro, nuestra fatalidad./ En tu cara
abrumada, los rasgos/ de lo que estabas destinado a vislumbrar:/ la verdad de
tu tierra y de tu gente,/el signo y el círculo de su paisaje.../Hasta que por
tu boca habló el desierto/ y definió para siempre dónde
estábamos. Decir que el desierto habla, es, a todas luces, una construcción poética. Pero se trata
de una afirmación sabia, de una verdad, ya que ninguna historia argentina puede
prescindir de la impronta del desierto,
que contiene a la llanura, a la pampa y a las fronteras y, sin demasiado
esfuerzo, también a los grandes desencuentros ideológicos del país. El poema
está escrito de manera contenida, con pudor, con la reticencia argentina que
Borges le atribuyera a Enrique Banchs, quien para hablar de un amor no
correspondido escribió ese bello monumento verbal cuyo título es “La urna”. Porque, en el fondo, lo que
Osvaldo está poniendo de relieve es la soledad, la travesía y el extravío que
son propios de estas latitudes, desde el Río de la Plata hasta las elevaciones
de la puna.
Otras notas
sobresalientes de la poesía de Osvaldo son la limpieza de sus versos y el
hablar de lo personal en segunda y en tercera persona. Frutos de una prosodia
cercana al habla oral, en sus versos prima lo sustantivo. Quiero decir con esto
que sus poemas denotan la existencia de entidades, personas y cosas animadas e
inanimadas, sin descansar para su eficacia en el complemento de la metáfora, en
paráfrasis o en adjetivaciones que, como también sabemos, si no enriquecen,
matan. Veamos el poema “Toronto”, que
enlaza este libro con el segundo y su pasado personal con los días presentes: Volabas sobre un luminoso manto de nieve./
Era la misma cuyo indecible misterio/ envolvió tu juventud y la fijó en el
tiempo./ Vista en la noche, cubriendo la ciudad y el campo/ donde reconocías
las luces de la altísima torre, los esparcidos edificios y las calles
refulgentes,/ parecía esperarte con su inquietante belleza;/ aquella de la que
alguna vez habías huido. Si quitamos los adjetivos, vemos que el poema
mantiene intacto su recato y aún cobra mayor intensidad.
Por último, también
caracteriza a su poesía el propósito de discernir y esclarecer –de echar luz-
que están en el alma de su energía poética. Ese ejercicio de la reflexión a
partir de los interrogantes que propone la vida, lo enrola con justicia en la
corriente literaria que hace de la poesía un instrumento para pensar. Leo el
poema “Hoguera de encina” que, fuera
de ser uno de mis preferidos, constituye toda una gnoseología poética, en la
que la visión de un fuego de leños –casual, fortuito, el de cualquier invierno-
es elevado a la condición metafísica que le permite hablar en paralelo del
tiempo, de la vida y de la muerte: Como
la leña se queman las horas./ La llama inicia su posesión devoradora,/ su
pasión y su dominio crepitantes./ La brasa encarna el rojo, el amarillo
candente/ y se consume en ceniza gris y blanca./ Así se consumen el día y la
noche/ surcando el rostro de un hombre, trazando/ las líneas del destino sobre
la piel./ Como el fuego nos consume el tiempo./ La vida alcanza la belleza del
fuego/ al precio de iniciarnos en la muerte.
Nieve, soledad,
desierto, tiempo pasado y tiempo presente, tierra, mar, fuego, vida, muerte,
son, además de sonoras palabras, estaturas espirituales con las que Osvaldo
construye su poesía. Todas ellas remiten a un origen tácito, simbólico y semántico,
pero, sobre todo, a una temperatura interior. Estos extremos de la experiencia
poética nos acompañan después de la lectura y nos siguen hablando como
corresponde a los libros nacidos de una necesidad. Celebro la aparición de este
nuevo libro de Osvaldo, leyendo el epígrafe absolutamente vigente que encabeza
su primer libro. Es de Henry Miller y contiene una de las claves para entender
la poesía de nuestro amigo: “Por extraño
que parezca hoy decirlo, la finalidad de la vida es vivir, y vivir significa
estar consciente, gozosamente, ebria, serena, divinamente consciente. En este
estado de conciencia, se canta; en este ámbito el mundo existe como poema”.
Rafael Felipe Oteriño, Buenos Aires, 27 de
junio de 2012