26/03/13
Atmósferas despojadas
Un libro recoge los escritos póstumos del cineasta Jorge Acha, entre los que figuran tres guiones nunca filmados. Reconocimiento tardío a un artista cuya principal virtud fue abrevar en los códigos clásicos.
Por Ezequiel Boetti
El almanaque paró la pelota de pecho, la amasó y mandó un centro directo a la cabeza del jugueteo temporal: como bien señala el escritor Gustavo Bernstein en el extenso prólogo, Jorge Luis Acha falleció el 12 de octubre de 1996. Vaya uno a saber si se trató de una jugarreta del destino, un capricho biológico o, por qué no, un compendio de dosis iguales de ambos, pero lo cierto es que el Día de la Raza, esa oda a la fascinación tercermundista por lo europeo, lastre mortal para la concreción de un acervo comunitario completo, supo ser una referencia constante en la vida y obra de un arista capaz de organizar en sus talleres una suerte de contracelebración anual introspectiva en las antípodas de las fanfarrias oficiales.
Pero hay más, ya que ese detalle habilita la puesta en perspectiva de un sector de su corpus artístico, en particular los tres textos que componen el primer volumen de Escritos póstumos, donde la conquista, el choque abstracto de lo ideológico, quizás tanto o más complejo de aprehender y diagnosticar que el eminentemente físico, y los vericuetos de la constitución identitaria aparecen como pilares fundamentales. “La trilogía indaga en esa disyuntiva a partir de un itinerario por las diversas formas en que se renovaron y actualizaron las tensiones culturales entre el imaginario precolombino y la cosmovisión eurocentrista, tras la colonización y la conquista del territorio que hoy denominamos América”, resume Bernstein en su texto.
Lo anterior se valida desde el mismo inicio del primer texto, “Homo-Humus”. Allí, basándose en las memorias del geógrafo y naturalista prusiano Alexander von Humboldt, Acha reimagina el derrotero de éste junto con su colega francés Aimé Bombpland y tres aborígenes locales por el río Apure, principal afluente del Orinoco. Pero el ejercicio colonialista, parece aclararnos Acha, no es sólo una práctica habitual en los nacidos del otro lado del Atlántico. Allí está la mal llamada Conquista del Desierto para comprobarlo. El segundo capítulo, “Blancos”, narra la alambicada relación de los nativos con las tropas roquistas en uno de los escenarios paradigmáticos de la ambición expansionista decimonónica vernácula, la Patagonia. Allí, entre otros terrenos, se desempeño el general Conrado Villegas, quien entró en la historia argentina no sólo por su notoria performance al servicio del poder de turno, sino también por liberar a un conjunto de caballos blancos después de percatarse del temor indígena ante los equinos de ese color. Por último, el tercer texto muestra que, saltadas las barreras geográficas, las disyunciones identitarias trascienden la particularidad coyuntural. Por eso San Michelín se ambienta en los albores del siglo XXI para narrar la obsesión de una mujer por una suerte de dios barrial y popular que divide sus días entre supuestas curas y la atención de una gomería.
Un prosista directo
Nacido, criado y muerto en la localidad bonaerense de Miramar, donde vivió gran parte de su vida, Acha fue docente e inspiración intelectual y artística para decenas de jóvenes alumnos. También un auténtico renacentista, ducho tanto en las artes plásticas y literarias como en las audiovisuales, convirtiéndose así en un cineasta oculto –y de culto–, cuya obra casi completa de cortos y largos se vio en una jugosa retrospectiva del Bafici 2006. Esa faceta resulta fundamental para comprender la esencia de estos Escritos póstumos . Al fin y al cabo, se trata de tres guiones cinematográficos nunca llevados a la pantalla grande. Pero también porque la lectura conjunta consuma su capacidad multidisciplinaria en una única obra, erigiéndolo como un gran guionista, consumado conocedor de los códigos clásicos (el western es una referencia inevitable), hábil en la construcción de los tempos narrativos y en la visualización de las acciones, pero también como una pluma delicada y justa, siempre decidida a ir directo al meollo de la escena sin floreos innecesarios.
Al respecto, Bernstein escribe: “El principal valor reside en su austeridad. Ese contraste entre un fondo de consistencia vigorosa y la sencillez que asume al enunciarse es la clave de su intensidad emotiva. Basándose en esa modulación llana (...), Acha forja una atmósfera despojada en la que el énfasis poético no surge por ostentación sino por mesura”.
La adopción de un formato carente de legitimidad académica y considerado, en el mejor de los casos, como “un medio comunicacional utilitario, una hoja de ruta para la confección de un filme o para el peritaje de la industria; en suma, un subalterno técnico fraguado para devenir celuloide”, según razona el prologuista, explica por qué su obra nunca tuvo aceptación en los púlpitos literarios. Los Escritos póstumos son, entonces, un reconocimiento tan justo como tardío al talento de Acha, el hombre que hizo de su mismísima fecha de deceso una manifestación artística sobre el mundo en el que le tocó vivir.
Pero hay más, ya que ese detalle habilita la puesta en perspectiva de un sector de su corpus artístico, en particular los tres textos que componen el primer volumen de Escritos póstumos, donde la conquista, el choque abstracto de lo ideológico, quizás tanto o más complejo de aprehender y diagnosticar que el eminentemente físico, y los vericuetos de la constitución identitaria aparecen como pilares fundamentales. “La trilogía indaga en esa disyuntiva a partir de un itinerario por las diversas formas en que se renovaron y actualizaron las tensiones culturales entre el imaginario precolombino y la cosmovisión eurocentrista, tras la colonización y la conquista del territorio que hoy denominamos América”, resume Bernstein en su texto.
Lo anterior se valida desde el mismo inicio del primer texto, “Homo-Humus”. Allí, basándose en las memorias del geógrafo y naturalista prusiano Alexander von Humboldt, Acha reimagina el derrotero de éste junto con su colega francés Aimé Bombpland y tres aborígenes locales por el río Apure, principal afluente del Orinoco. Pero el ejercicio colonialista, parece aclararnos Acha, no es sólo una práctica habitual en los nacidos del otro lado del Atlántico. Allí está la mal llamada Conquista del Desierto para comprobarlo. El segundo capítulo, “Blancos”, narra la alambicada relación de los nativos con las tropas roquistas en uno de los escenarios paradigmáticos de la ambición expansionista decimonónica vernácula, la Patagonia. Allí, entre otros terrenos, se desempeño el general Conrado Villegas, quien entró en la historia argentina no sólo por su notoria performance al servicio del poder de turno, sino también por liberar a un conjunto de caballos blancos después de percatarse del temor indígena ante los equinos de ese color. Por último, el tercer texto muestra que, saltadas las barreras geográficas, las disyunciones identitarias trascienden la particularidad coyuntural. Por eso San Michelín se ambienta en los albores del siglo XXI para narrar la obsesión de una mujer por una suerte de dios barrial y popular que divide sus días entre supuestas curas y la atención de una gomería.
Un prosista directo
Nacido, criado y muerto en la localidad bonaerense de Miramar, donde vivió gran parte de su vida, Acha fue docente e inspiración intelectual y artística para decenas de jóvenes alumnos. También un auténtico renacentista, ducho tanto en las artes plásticas y literarias como en las audiovisuales, convirtiéndose así en un cineasta oculto –y de culto–, cuya obra casi completa de cortos y largos se vio en una jugosa retrospectiva del Bafici 2006. Esa faceta resulta fundamental para comprender la esencia de estos Escritos póstumos . Al fin y al cabo, se trata de tres guiones cinematográficos nunca llevados a la pantalla grande. Pero también porque la lectura conjunta consuma su capacidad multidisciplinaria en una única obra, erigiéndolo como un gran guionista, consumado conocedor de los códigos clásicos (el western es una referencia inevitable), hábil en la construcción de los tempos narrativos y en la visualización de las acciones, pero también como una pluma delicada y justa, siempre decidida a ir directo al meollo de la escena sin floreos innecesarios.
Al respecto, Bernstein escribe: “El principal valor reside en su austeridad. Ese contraste entre un fondo de consistencia vigorosa y la sencillez que asume al enunciarse es la clave de su intensidad emotiva. Basándose en esa modulación llana (...), Acha forja una atmósfera despojada en la que el énfasis poético no surge por ostentación sino por mesura”.
La adopción de un formato carente de legitimidad académica y considerado, en el mejor de los casos, como “un medio comunicacional utilitario, una hoja de ruta para la confección de un filme o para el peritaje de la industria; en suma, un subalterno técnico fraguado para devenir celuloide”, según razona el prologuista, explica por qué su obra nunca tuvo aceptación en los púlpitos literarios. Los Escritos póstumos son, entonces, un reconocimiento tan justo como tardío al talento de Acha, el hombre que hizo de su mismísima fecha de deceso una manifestación artística sobre el mundo en el que le tocó vivir.