Maneras de lo frágil
Una lectura de Frágil memoria de muertos de Diego Tatián (Alción, Cba, 2010)
Que cuando lean Frágil memoria de muertos de Diego Tatián, sean otros los lectores que hablen de las posibilidades e imposibilidades del así llamado “cuento corto”, de los usos de elementos y características pertenecientes a lo que se puede reconocer como un cierto género fantástico; que sean otros los que hablen y piensen profundamente en las marcas de la historia y de la política en estas narraciones. Que sean otros porque no podría yo hacerlo aquí, ahora: temo equivocar el lenguaje. Yo quisiera hablar de la fragilidad. De la fragilidad y acaso de la delicadeza. Quisiera hablar de esa fragilidad que en estas narraciones se evidencia tanto en su trasparencia como en su imposibilidad. La fragilidad que convive con la muerte, fragilidad que es la memoria y al mismo tiempo es el olvido de la memoria; fragilidad que es la memoria en el olvido, el olvido en la memoria; fragilidad que incluso es el no poder de la memoria, o sea, el olvido: el olvido inmenso que conllevan los recuerdos de lo inmemorable.
Pero no quisiera hablar tanto de la fragilidad cuanto de lo frágil, de esas maneras de lo frágil que los textos apenas dicen, si es que es esto fuera posible. Como si lo frágil tuviera el lenguaje como espacio. Maneras de lo frágil que estos textos rozan, rodean y evidencian, pero justamente al hacerlo, lo desgastan en su misma evanescencia. No hay figuras o ejemplos de lo frágil, tales como personajes quebradizos, o tonos débiles, o escenas de desvanecimiento. Hay maneras, modos, gestos de algo que se inclina sobre su propia inconsistencia con la única certeza de no poder vivirla.
Si por el lenguaje, lo que creemos que sabemos de nuestra vida es tan sólo recuerdo, si nada de lo que vivimos es la inmediatez de lo que creemos que sucede, entonces lo frágil se vuelve la manera de una mirada que registra ese leve, casi imperceptible momento donde algo roza su imposibilidad. Tanto por lo sucedido (de lo que no puede decirse siquiera que sucedió), cuanto por lo aún no sucedido (de lo que no puede afirmarse más que su pre-sentimiento), los gestos de lo frágil, sus maneras de rozar los cuerpos y las miradas, se instalan en la voz que narra pequeños sucesos donde las superficies se estremecen, donde algo así como breves secretos brotan y se evaporan en un vaivén irremediable.
En estos textos, siempre parece haber un alguien conmovido por el sino del tiempo, por el centelleo tembloroso de lo aún no acontecido, por el cuerpo proyectado a su propio simulacro en una fragilidad apenas sospechada. Fragilidad de lo imperceptible: o paso fugaz de lo que aún no ha aparecido, o confusión de los instantes en el tiempo que hacen el juego de los simulacros, las frágiles imágenes que no tienen origen, puros reflejos de nada que pueda afirmarse que ha sido. Un estremecimiento del tiempo conllevan estas narraciones, vacilación que lo frágil traduce en maneras más que en acontecimientos, en modos más que en conmociones, en temblores más que en rupturas.
Pero hay un elemento omnipresente en estas narraciones que quizá podría rebatir nuestra tímida teoría de lo frágil: hablamos de la presencia de un espacio privilegiado en estos textos, de la casa. “Una casa es siempre más que una casa” dice un relato, “una casa desaparecida debajo de ella misma y de la vida” dice otro, y podríamos multiplicar los ejemplos pero siempre es la casa, espacio comunitario, lugar de lo más propio, juego de pertenencias, zona de la intimidad; y sin embargo, la casa se revela como el lugar de la fragilidad de la memoria y de la repentina aparición de lo desaparecido: lo más propio resulta lo más extraño, un mundo desconocido que habita en lo cotidiano. Y así, la casa, lejos de contradecir, alberga otras maneras de lo frágil: una sombra que aún no es, la frescura del piso sentido por un cuerpo que olvidó ser joven, un patio sin árboles empapelado de sábanas, un techo como espacio de la evidencia del tiempo en el tejido de las arañas, una maceta rescatada del olvido de la tierra con un nombre imposiblemente recurrente, el chillido de un animalejo sacrificado en la alegría de la inutilidad, una bestia carcomida por la inocencia no aprendida, un instante donde hace eco el horror. Y quizá, entonces, podamos arriesgar ahora una -temerosa y siempre provisoria- definición de lo frágil: rastros, marcas, huellas, que hablan de la débil contundencia de las cosas, del rebatimiento de la certeza de que la vida es vivida por los vivos. Ni la vida por los vivos ni la muerte por los muertos: hay un tránsito de una a la otra, un vaivén que devela algo así como una zona donde lo inesperado evidencia la continua confusión o la inherente continuidad de la vida y de la muerte.
Lo que quisiéramos leer en Frágil memoria de muertos entonces es la repetición de una misma experiencia: esa que sabe que algo que se cree de otra parte se cuela en lo más propio, se filtra por la trama de las palabras y se hace un pequeño abismo “en el abigarrado cúmulo de acontecimientos que llamamos mundo”. Nosotros transitamos las cosas como si nada, dice uno de los textos, porque las cosas demandan una fe que aceptamos sin saber, y es esa fe en los acontecimientos, en la creencia de que vivimos una vida, lo que no nos permite vislumbrar las imposibles manifestaciones de lo frágil. Desandar la potencia de esa fe en las cosas significaría adoptar la tenuidad, la imperceptibilidad de lo insignificante y de lo minúsculo, de lo que no podríamos asumir en su plena expresión sin destruir lo que construimos como nuestra más preciada pertenencia, esto es, la vida misma.
Así es el mundo de estas narraciones: lo imperceptible sin voz sumergido en un “brevísimo secreto”, abrazo de lo frágil, disolución de lo incesante, muerte sin quejido, amor interrumpido por el sacrificio, erotismo perdido en la mirada, música escrita para el silencio, nombres que vuelven sin motivo, el horror oculto en el milagro, noches que se pierden, manos cubiertas por la vergüenza, bondad inútil aprendida en la noche de los que sueñan, alimento de lo inesperado, germen de lo suspendido. Es el “derrubio” -como se titula uno de los relatos- una manera por la que lo frágil se manifiesta, un derribe de los cuerpos en la mirada que goza lo que no puede de otra forma tener: la derrota de la piel, la extrema fragilidad de las superficies, ése el frágil secreto que se olvida en la memoria de los muertos.
Como “un hilo que no se anuda en ninguna parte y conduce a un mundo desconocido”, así lo frágil pone en evidencia la terquedad de nuestra mirada que dice saber lo que mira, que dice mirar lo que sabe, que cree saber mirar lo que ve y cree poder decir lo que mira; terquedad quebrada en su extremo imperceptible, cuando ya nada resiste a la explicación. Punto en el que todo se derrumba, no estrepitosa sino levemente: ése es el momento en que lo frágil aparece para desaparecer en el mismo instante, “misteriosa ley” que juega a ser en el mismo momento en el que deja de serlo. Un desencadenamiento irrefrenable se produce por el tiempo que al pasar ensucia las cosas y las vuelve a su revés, ocultando la incógnita misma de que sean. Es la delicadeza de esas maneras en la que las cosas se devuelven a su misterio lo que acaba por registrar esta mirada: gestos mínimos que ahora cobran una dimensión incalculable, la vida misma que se creía vivida por uno resulta ser la misma vida que también otro vivía. “Alguien ya había vivido mi vida” dice uno de los personajes, dando testimonio de la ajenidad con la que convivimos y marcando otra posible -y mucho menos terminante aún- definición de lo frágil: los muertos visitan a los vivos y lo insignificante se magnifica en ese murmurio que hace lo desconocido cuando las palabras intentan decirlo.
Y así, lo frágil evidencia la curvatura de la razón, la resolución de una línea recta en la locura, en la tristeza de las criaturas que saben del rodeo donde se revela la debilidad que sostiene las cosas, las palabras. Mundo en el que el silencio está hecho de ecos, ecos que envuelven y se desvanecen, mundo de címbalos, distancia de sonidos tan imperceptibles como insoportables, ecos del inicio del mundo, ruidos inexplicables que se elevan desde el fondo de lo frágil, siendo acaso la misma voz lo más frágil que pueda pensarse. Entre la voz y la muerte se abre esa tensa dimensión de la experiencia del lugar de una en la otra y viceversa. Pero entre la voz jugando el juego de lo frágil y la muerte como la memoria que olvida, se despliega el morir como un movimiento de lo que va hacia la muerte, como un gesto que todavía pertenece a la vida y que aún no es de la muerte. Lo frágil se agazapa en la noche perdida de los que advierten que el mayor secreto es que algo viva, que algo haya vivido, que algo pueda vivir. Y el morir derrota esa potencia de la fe en las cosas, hace asumir que lo frágil está en el desvanecimiento mismo de lo que parece ser.
Gabriela Milone