Jorge Luis Acha. Escritos póstumos. Volumen I
Por Luciana Caresani
Título: Escritos póstumos. Volumen 1
Autor: Jorge Luis Acha
Prólogo: Gustavo Bernstein
Año: 2012
Páginas: 297
Origen: Argentina
Editorial: Alción Editora
Autor: Jorge Luis Acha
Prólogo: Gustavo Bernstein
Año: 2012
Páginas: 297
Origen: Argentina
Editorial: Alción Editora
Artista plástico amante del mar, cineasta de culto inclasificable, maestro artístico e intelectual que ha sembrado en el legado de sus discípulos la capacidad de aprehender el mundo a través de una sensorialidad perdida en los avatares del siglo XX. Escasas son las formas para describir quién fue Jorge Luis Acha. Entre su obra cinematográfica cuentan films tales como Habeas Corpus (1986), Standard (1989) y Mburucuyá, cuadros de la naturaleza (1992) —proyectados en el marco del VIII Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI) de 2006— a los que debemos sumar varios cortometrajes como Impasse (1969) y Producciones Arena (1976). En la pintura, su predilección eran las acuarelas, donde el juego de un trazo único, rápido, meditado y no corregido sintetizó su capacidad de abstracción, abriendo un vacío en relación a la forma.
Pero hay un aspecto —desconocido pero no por ello menor— que puede ayudarnos a redefinir el estatuto de su poética. Jorge Acha nos ha dejado otro hallazgo, otra obra de arte en su legado ya no en manos de las imágenes fijas o en movimiento sino en palabras. Escritos póstumos es el primer volumen de guiones cinematográficos inéditos que han sido editados, seleccionados y trabajados con la minuciosidad de un estudio científico por el escritor Gustavo Bernstein. La necesidad de reunir los tres guiones del libro en una edición crítica implica indagar en un campo escasamente explorado en la cinematografía nacional: el estudio del guión como género literario independiente.
Jorge Acha nació y falleció en el mismo lugar: su amada ciudad de Miramar. A punto de cumplir cincuenta años, dejó este mundo en una fecha singular que Gustavo Bernstein remarca en su prólogo: el 12 de octubre de 1996. Este puntapié inicial le permite adentrarse en un problema que configura hasta el día de hoy nuestra identidad, tanto en un plano político como filosófico: ¿Qué resabios nos quedan de la colonización de lo que hoy llamamos “América”? ¿Bajo qué presupuestos se han definido, y persisten de manera implícita en el lenguaje, las condiciones de dominación del eurocentrismo? Y más específicamente, siguiendo de cerca una constante en los guiones de Jorge Acha, ¿cómo se construye la mirada?
La mirada, el punto de vista y la producción de sentido determinada por quién lleva adelante la narración es el eje central de Homo-Humus, basado en las memorias de Alexander von Humboldt al recorrer junto con Aimé Bonpland, un indio yaruro y dos aborígenes las cuencas del Orinoco en pos de investigaciones científicas a principios del siglo XIX. Quien lleva adelante el relato no es solamente la voz del europeo que documenta dentro de su cosmovisión el “Nuevo mundo”, sino que por momentos y en forma abrupta se produce un cambio en la perspectiva. En Homo-Humus (guión sobre el cual Jorge Acha se basó para la elaboración de su film Mburucuyá, cuadros de la naturaleza) vemos también a través de los ojos de un jaguar, de un camaleón. Es a partir de este giro donde la mirada se desdobla, el punto de vista central se resquebraja y, por ende, no podemos hablar de una sino de múltiples visiones de mundo que nos llevan a re-establecer el concepto de “lo real”. Por una parte, Acha da cuenta de una realidad guiada por la razón iluminista. Por otra, está la realidad librada a la percepción del cuerpo en contacto con su entorno, una suerte de sensorialidad basada en las texturas y colores de las flores, en los sonidos de la selva percibidos únicamente por los aborígenes, en la densidad de una gota de agua o de una rama.
Podríamos también dar cuenta de otro giro de la noción de realidad: tanto el personaje de Humboldt como el de Bonpland analizan el paisaje no sólo a través de sus relatos, sino que lo internalizan a través de dibujos y acuarelas. Dicho en términos cinematográficos, si los planos filmados en un registro realista se superponen con los planos de los dibujos de los paisajes, la imagen, como la narración, da un giro meta-lingüístico donde la obra permite no sólo la posibilidad de exploración en su materialidad y sus condiciones de producción, sino por sobre todo, la obra indaga en sus posibles configuraciones de sentido. ¿Qué ilustra mejor la esencia del paisaje de nuestras tierras? ¿La imagen mimética o la imagen representada en la pintura, producto de la abstracción del pensamiento?
Otro elemento sonoro significativo enhebra este primer relato, que no ha sido incluido en el film: la banda sonora está compuesta por fragmentos de la Consagración de la primavera de Igor Stravinsky, ballet que revolucionó la forma de concebir la danza europea a principios de siglo XX. En este gesto de retorno en la historia de la danza clásica a un estado de primitivismo donde aflora el folklore y la tradición, donde empiezan a verse las nuevas historias como contra-cara de la cultura hegemónica es que aparece un elemento que podríamos homologar a la poética de Acha: la cuestión de la identidad latinoamericana, y más específicamente, la identidad nacional.
Blancos (segundo guión del libro) se desarrolla en el año 1883 durante la denominada Conquista del Desierto. En tiempos donde las tropas del General Julio Argentino Roca tenían en su afán definir los límites de lo que hoy conocemos como la Pampa y la Patagonia argentina, un oficial de Buenos Aires lee en voz alta Moby Dick en el interior de una tienda en la noche. Sus jóvenes soldados se ven maravillados por la magnificencia de la blanca ballena que acecha a los marineros del relato. Ese temor por lo desconocido también cautiva a los aborígenes del sur: para ahorrar balas, el ejército libera cientos de blancos caballos salvajes que asustan a los pobladores originarios desplazándolos hacia la frontera con Chile. Lo que nos demuestra magistralmente Jorge Acha es que “Blanco” es el signo de una otredad que se presenta de manera sublime. Es la marca de la diferencia que incursiona súbitamente en nuestro universo y a partir de la cual podemos otorgarle un sentido a nuestro sistema de relaciones. Blanca también es la nieve que acecha a los blancos cristianos que pretenden exterminar la “barbarie” indigenista. A modo de auto-cita, no se puede dejar de pensar el guión Blancos sin el film Standard, donde el cineasta combina el cuerpo fetichizado de Libertad Leblanc con el fetichismo de la iconografía cristiana, al mismo tiempo que excava en las relaciones de producción capitalistas actuales donde quienes se desempeñan como mano de obra obrera son descendientes de indígenas que se pasan de mano en mano ladrillos blancos para construir una suerte de monumento donde los bustos de caballos se ven, como parte de ese proceso de producción alienante, fragmentados.
Si Homo-Humus y Blancos se caracterizan por el contrapunto que se establece entre la inmensidad del entorno natural y la pequeñez del hombre, dejando atrás cierta estela del espíritu romántico, el guión San Michelín es un relato de estructura barroca como la mayor parte del arte de la conquista. Situado en la actualidad, Angélica (antropóloga dedicada al estudio de nuevos fenómenos religiosos) descubre a través de los diarios el caso de San Michelín, que combina su trabajo entre el taller de una gomería del barrio de la Boca con la realización de milagros. Un relato cuya atmósfera se ve colmada por la espiritualidad de la presencia constante de las palomas, el fútbol como religión de las masas y la música de cumbia que pasa del carácter popular al sacro. Y como en Habeas Corpus, film basado en la historia de un hombre prisionero en un centro de detención durante la última dictadura militar argentina, el protagonista es el cuerpo: en San Michelín es el cuerpo etéreo y virginal de Angélica versus el joven cuerpo sufriente del santo de la gomería. Cuando reproduce el Cristo crucificado, su frente sangra no por una corona de espinas, sino por los clavos que bordean una vincha de goma de marca Michelín. Lo más curioso es que Amarillo Apaza, nombre del santo Cumiche del Titicaca, da cuenta de su descendencia de la tradición de nobles y religiosos.
A modo de palimpsesto, en este juego de re-descripción del mundo, Acha nos traslada a la recreación de un Jesucristo que indaga en las raíces marxistas del cristianismo: las imágenes y banda sonora de El evangelio según San Mateo de Pier Paolo Pasolini funcionan como el trasfondo sobre el cual San Michelín se inspira para producir el aura misteriosa de sus milagros. Estas proyecciones, que se alternan entre fragmentos del film y programas de bailanta tropical parten del pequeño y engrasado televisor del taller. Es el artefacto que, lejos de los libros, los relatos orales y las pinturas de los otros guiones de Escritos póstumos, se instala como el lugar de donde surgen las nuevas ventanas abiertas al mundo. Progresivamente, este mundo contemporáneo que establece Jorge Acha produce un vuelco místico, de retorno a un primitivismo hispánico del ritual que la cultura cristiana se encargó de borrar.
Si, como señalan ciertas filosofías, nos encontramos atravesados por el lenguaje, por un entramado de signos a través de los cuales significamos el mundo, parece existir en la poética de Jorge Luis Acha una búsqueda continua por aprender a opacarlos, a desnaturalizarlos, subvertirlos y, de este modo, brindar las condiciones para redefinir un mundo más nuestro desde el cual pararnos para pensar —en términos ontológicos— qué implica ser latinoamericano. O, dicho en mejores términos: como lo hacía en sus acuarelas, Acha produjo en el resto de sus obras un espacio abierto, un silencio, un vacío para abrir nuevamente el sentido.