Marcela Rosales:
¿Cuánto tiempo toma deshojar un pájaro? ¿Treinta días, treinta meses, tantos años? ¿Toda una vida? ¿Todas las vidas? ¿Todas las infinitas vidas?
AQUÍ/ALLÁ (2005)
Hay dos infinitos posibles, dos finitos infinitos: aquí el misterio de la luz, allá la inhóspita oscuridad. En lo alto el fulgor del amarillo, en lo bajo, la penumbra coagulada y más hondo aún, el continente helado bajo los pies. En el borde las cenizas, su ceguera y su olor persistente rondando. En la frontera, el resto. Bajo la mirada hueca de pájaros desnudos y de perdices que cuelgan desangrándose, la pasajera carmesí recorre paso a paso la columna vertebral de la tarde, desanda el laberinto preparado. La noche es extensa como la vida misma. El hielo cruje bajo la casta luz de la medianoche que enmascara a la oscura. Se lleva a cabo el rito. Ella no sabe cómo retener el tejido que se deshace entre los dedos. Cabalga en caballos de bruma entre los hilos que mueven el tiempo. Juega, llueve, juega a llover, a morder flores para que las palabras se tornen visibles. Palabras que enhebran y desenhebran infinitos, cómo fue lo vivido, cómo fue lo no-vivido. El ala que fuimos y el cuerpo horadado de minúsculos abismos. Un pie junto al otro, las manos inútilmente apretadas, la oscura escucha detrás de las puertas lo que los gritos ya saben: desde lo inhóspito no es necesario volver.
MÍNIMOS SOLES (1999)
Hay que vestir la paciencia de la espiga, recuperar el susurro de la paz. Tal vez en uno de los infinitos finitos haya espacio para una cosmogonía austera y compasiva de soles mínimos. Hay que optar por una de las posibilidades, elegir los nombres, separar las voces, descifrar los sueños, desprender los vuelos y vivir del resto. Hay un absurdo límite tanto para el amor como para lo posible. Estamos condenados a una sola dimensión de la vida. ¿Pero lo estamos? ¿Realmente hay que elegir una de las infinitas vidas posibles y desechar las demás? ¿Cómo deshojar a un pájaro dormido que ha querido ser vuelo sin tener alas? Cuando el frío de mayo prende, mejor anticiparse al silencio y borrar las señales imperceptibles que deja la muerte. Los soles lucen el fulgor de los rosales bajo la llovizna. Para Junio, aves y sueños habrán emigrado a otra orilla del tiempo. No quedará más remedio que transitar las escarchas de Julio sobre la orfandad de las cornisas para beber en el otro extremo, las naranjas amargas de Agosto. Luego vendrá un septiembre de aliento rosado y las palabras regresarán a la voz para buscar un nombre entre los despojos. Finalmente, la laguna violácea sobre el cemento: Octubre. Las constelaciones arden a las tres de la tarde. Desde el sur avanza el nido de abismos. Todo anuncia la tempestad y las manos no bastan.
CANTOS DE HOSPICIO (2003)
Pero era de ayer el agua bebida, llevaba dentro el ondular temible de las algas de enero. Los pies le sangraban, despertó llorando, sabía que era jueves. De todos modos mordió la ciruela ácida de la mañana y se sentó a esperarle en el columpio del patio del hospicio hasta que comenzó a atardecerle por la boca. Bastó el infierno de una sola tarde para que ardieran las azules floraciones, para caminar vestida de verano anticipando el frío entre las alas de los pájaros. Pero antes, antes el viento diciendo que no en las ramas, reiterando que no en el centro del aire, alzando la mano contra el pájaro que habrá que deshojar. Y de nuevo el ritual, doméstico como la muerte, desprendiendo nombres: madre, mujer, marea. Una hebra de sangre girando sobre sí misma buscando trascenderse, inventando el idioma transparente donde la voz se calma. Todo se nos escapa…hasta nosotros mismos. El infinito acosa y las preguntas crecen en el límite. Pero la oscura sabe lo que las magnolias no: nada blanco perdura. De la irisada piel de los muertos, brota la luz del día.
FINES DE OCTUBRE (2009)
En la ventana se enciende la claridad conocida. Es hora de borrar la sombra adormecida sobre el esternón. El sitio será precario: un abril extrañamente cálido donde acopiar fuerzas y semillas. El invierno ya no es breve, podría durar el resto de la vida. Habrá que mantener los refugios hasta fines de Octubre. Habitar la vigilia el tiempo necesario para ser cómplice del germen. Recuperar la risa, el aire de otro enero, salvar la boca, frutal como las bayas del cerco. Proteger en silencio el estruendo de alas que guarda las futuras palabras, hasta que la flecha atraviese los olivos. Más tarde, las constelaciones señalarán la noche eterna: primero de diciembre. Será el tiempo del asombro y la risa. Carne de sol, aire de bienvenida, fragante sueño en los bordes del alma. Pero nunca alcanza con querer ser nido. Después del canto y la breve aurora, el desembarcadero oscuro. Hay que saber regresar del lugar vacío donde volaron los pájaros. Y sin embargo, una semilla ha germinado en la sangre. La casa es un laberinto trazado por hilos de caramelo. Ella juega en su burbuja paraíso. Hebra de luz que como todos, padecerá algún día el agua y la sed.
HEBRAS (2012)
I.
En algún lugar otro, en algún tiempo otro, hubo un eclipse de cenizas del que apenas se tiene hoy memoria. Bajo el sol enrarecido la vida pareció detenerse por un instante que duró una eternidad. Fue allí, sin embargo, en ese instante, cuando comenzó a gestarse una cosmogonía de soles mínimos, donde las posibilidades de ser se multiplicarían al infinito. Así quisiera interpretar, o mejor dicho, así quisiera imaginar yo el nacimiento de esta poética que hebra a hebra, verso a verso, poema a poema, libro a libro, ha ido entretejiendo Mercedes Vendramini.
Cuando comencé a leer éste su último libro, el que hoy nos comparte, Hebras, casi simultáneamente vinieron a mi memoria dos poetas, Césare Pavese y Paul Celan. Sin duda estas referencias se me impusieron, sin pretenderlo, porque son dos voces que de diversas maneras siempre están influyendo en mi propia escritura. Pero lo cierto es que pensé en Pavese porque coincido con él en que la creación poética rehace el ritmo interior de una fantasía propia. Me seduce la idea de un ritmo subyacente al texto, como un cauce secreto en lo profundo de la sierra, que requiere un cierto silencio consentido y una predisposición amorosa a la escucha. Por eso desde la página inicial me movilizó la inquietud por descubrir cómo sería esta fantasía cuya materia y forma se nos prefiguraba de hebras, y qué universo de seres, sensaciones, afectos, paisajes y cosas se construía a partir de ellas. Me pregunté de qué modo estaría presente en el libro de Mercedes el empeño mito-lógico que, según Pavese, caracteriza al quehacer poético.
Me atrae esa definición por lo que sugiere la palabra “mitológico”, por el doble sentido que conjuga, por un lado, el mito – construcción imaginaria que procura dotar de sentido a lo real, a aquello que inevitablemente siempre escapará al decir humano –, y por otro lado, el logos, el lenguaje – ya que a esta fuga inevitable de lo real, el empecinamiento del poeta no deja de inventarle ropajes fantásticos. Cada verso, cada signo no simplemente fragua un nuevo sentido, sino infinitos sentidos.
Y es allí precisamente donde intuí que se sitúa la escritura de Mercedes Vendramini, no sólo porque a medida que avanzaba en la lectura la palabra “hebras” iba adquiriendo en cada poema nuevos significados, mientras crecía en referencias y connotaciones, sino porque se dejaba entrever como el filamento abisal de un universo en expansión constante, cuyo origen parecía preceder al libro. En ese momento fue cuando la asociación del título, con aquel otro libro fundamental de Paul Celan, Hebras de sol, arrojó sobre mi mirada un cálido hilo de luz del que ya no me fue posible sustraerme. Miré hacia atrás, es decir, hacia los libros anteriores de Mercedes y su cosmogonía austera de soles mínimos me devoró por completo.
Las hebras de luz y oscuridad, el aquí y el allá, la vida y la muerte, las letras negras que unen pasado y presente, el hilo de Ariadna con que la poeta ata y desata los infinitos mundos, finitos cada uno en su singularidad, quisieron revelarse ante mis ojos como clave de lectura, en tanto surcos a través de los cuales la palpitación de un corazón repartido en múltiples celdas, irriga de vida los versos desde el primer libro publicado, Eclipse de Cenizas, hasta el actual, Hebras. Desde este ángulo, tal vez se podría pensar que la formación académica en Física que posee Mercedes imprime una huella decisiva en su poética.
A mí sin embargo, me gustaría creer que, por el contrario, la mirada poética que la constituye y la hace ser esa persona profundamente sensible que es Mercedes Vendramini, se manifestó primariamente a través de un natural interés por la física. Pues, si como creía Antonin Artaud, poesía es hacer un cuerpo: ¿por qué no hacer un mundo, o mejor aún, infinitos mundos donde el latido - o ritmo interior de la fantasía – se encontrara dado por la cronometría del frío colándose entre las alas de un pájaro. Por eso comencé preguntándome, ¿cuánto tiempo toma deshojar un pájaro?
II
Pues bien, para medir el tiempo en el viento, hay que retomar las hebras, es decir, las sendas, el paso, la memoria. Porque la memoria puede desenhebrarse y las señales pueden perderse cuando el viento que dice “no” se empeña en borrar las huellas. Será preciso entonces recordar que existió una muralla y un salto, que siempre habrá una muralla, pero también un salto, y que se puede hacer pie en el abrazo para tomar impulso, pues los componentes últimos del tejido matriz del universo que crea nuestra poeta son filamentos de luz que forman una cadena indestructible, la del amor.
Y sin embargo, hay palabras oscuras – nos advierte con los ojos agudos – porque en el borde mismo de todo está siempre la sombra. La línea que llamamos horizonte está al alcance de la mano. Ella simboliza la posibilidad de la imposibilidad final de todas las posibilidades: esto es, la muerte. Por eso mismo hay que recuperar las hebras de luz, los pequeños rastros que sugieren que la eternidad es un haz infinito de trayectos posibles.
El quehacer poético que se revela en Hebras, el libro, se asemeja a la labor nocturna de Penélope labrando la eternidad en una mortaja, que teje durante el día y desteje al amparo de las sombras. Y son las sombras dice Mercedes, lo que hay que deshojar. Hay que destejer la tontería, el tedio, la tristeza, la muerte finalmente, hasta dar con las entrañas del ángel para leer en ellas el futuro. Y es preciso hacerlo contra todo augurio porque cuando no se desenhebra la oscuridad, la tristeza queda estancada, muda y el corazón de-lata.
Las palabras sin embargo, pueden ser engañosas, saben esconder sus bordes negros y al hacerlo ocultan su propia función de escondite, encubren que pueden servir de murallas. El día a día, la oscura melaza de lo cotidiano obtura las gargantas, lo que pugna por ser dicho. Y sin embargo, resistiendo a toda requisa de la carne, en la sangre gravita una semilla ínfima que mantiene viva la duda, la probabilidad de la luz. Poder ser algo distinto a lo planeado, dejar ser al deseo, al anhelo, a la fábula, a lo inconsciente. O al menos, proyectar una sombra, una cavidad en el aire, una sospecha en los otros. Resistir hasta el final y contra todo pronóstico a la imposibilidad.
Pero ¿cómo desmembrar la sombra? ¿Qué puede significar “saltar la muralla”? Un poema de Hebras en particular nos susurra el secreto. Dice:
Fuiste el último animal
De mi arca
Gata negra
Leve
Gata triste
Lenta
Fue desprendiéndose de vos
La sombra
Tardó un tiempo
El que toma deshojar un pájaro.
Como en la historia bíblica del Arca, a pesar del hecho muerte, habrá siempre una inmortalidad posible: la de la vida que retorna transformada en otra vida. Pero a veces para que una nueva vida nazca hay que gritar hacia adentro, como escribe Mercedes, para despertar a la desconocida que se mantiene distante, detrás del borde de las palabras. Esa otra, “posible” existente, es la que late, la que vibra, la que se eleva por encima de la que se puede ver, y finalmente la que sobrevive a la real. Sin embargo, la Mujer-ángel, cautiva, con sus alas replegadas tras las piedras, apenas sobrevive. Será necesario entonces, abrir las manos, soltar el hilo negro, dejarse caer para mirar y finalmente, palpar un cuerpo pues sólo de esa manera podemos leer los abismos.
Tallar el cuerpo propio entonces, trabajar la hebra en la madera que somos, seguir la dirección de la fibra vegetal que puede ser labrada sin quebrarse para renacer otra, distinta, y no ya, distante. No será fácil sin duda, esto supone atravesar las crucifixiones diarias y sangrar las heridas.
Mercedes escribe:
Ser la otra
de luz
dueña de un pájaro
que regresa
desde el asombro.
Revelación hallada finalmente en las entrañas de la mujer-ángel: encarnar el pájaro deshojado. La vida que retorna transformada. La historia de los hombres, por siempre, perseguidor y presa. Gata negra que guardaba dentro de sí la levedad del ave. Transmutación que nace del deseo. Un deseo de frutos y lunas rojas. Hay que zarpar hacia la tierra de las sombras mínimas donde se puede anidar, es decir, navegar hacia la luz para cuidarnos a nosotros mismos.
Al desenhebrar la oscuridad, al separar las hebras, cada una llevará un hilo de luz, complicidad entre la gravedad y la gracia que siempre disputan los cuerpos. Y en la frontera entre ambas, en ese delgado filamento, el milagro: el sueño, que ignora el tiempo, se impondrá sobre la realidad. En él se revela “lo real”: el paraíso anhelado, de lo nuevo que nacerá del círculo antiguo, más allá de lo cotidiano y su ruido. Un sueño de auroras estremecidas bajo las cuales brotan los tallos del cielo. Leo:
Entre el fervor
los clavos
las alas
los ruegos
el alivio
el alivio
su espesura
estaban
estaban
los tallos del cielo.
Fisura por donde se cuela la vida, los tallos que nombra Mercedes evocan en mi memoria aquellos otros de la invocación de Celan, por donde se infiltra la muerte: “De corazones y cerebros, brotan los tallos de la noche y una palabra dicha por guadañas los inclina a la vida. Mudos como ellos soplamos contra el mundo nuestras miradas trocadas. Ni sonido ni luz resbala entre nosotros, que lo diga. Oh tallos, vosotros, tallos de la noche.” (O Halme, ihr Halme. Ihr Halme der Nacht).
III
Por oposición a ese idioma nacido de la colisión de imagen y palabra provocada por la hecatombe humana de mediados del siglo XX (la Segunda Guerra Mundial) la metáfora de una cosmogonía austera y compasiva, que la propia autora nos proporciona, quizás sea la mejor forma de caracterizar el decir poético de Mercedes Vendramini: palabras despojadas, adjetivación temperada y versos deshojados hasta mostrar la transparencia de sus escamas. De allí la impresión de estar leyendo un idioma primordial, originario – incluso respecto al de sus anteriores libros –, por estar situado en el cono de sombras donde nace la vida misma. Lengua que nombra por vez primera abriéndose paso a través de un espeso silencio inmemorial. Lenguaje que no teme a la violencia fundacional de los sueños. Palabras sanas, santas - como las nombra Mercedes –, fosforescencias que preservan el cauce bajo el reborde de oscuridad.
Es un “trabajo arduo” – no apto para dioses – construir cosmogonías austeras, y sobre todo compasivas, de soles mínimos a partir de hebras de sueños. Es la labor de los hombres hacer otro y luego otro, y luego otro dibujo siempre incompleto de la eternidad, y así indefinidamente. Mientras el ser que hoy nos toca se desgrana y el tiempo singular se seca, se parte y se disemina en ínfimas partículas. Soñar desde la indigencia de nuestra mente; mientras nuestro cuerpo - nota extendida hacia el silencio - se desliza hacia la última fisura. Y unir esa nota con otra y otra y otra más, sabiendo que:
Al final
escribías solo para que te leyéramos
para que te lea hoy
y sepa
cómo fueron esas últimas tardes
el cielo los árboles
el pájaro final
la línea de clausura
sobre
tu
ráfaga
en
el
tiempo.