Revista Nombres
n°26
Dossier La Muerte
¿Hablar de la
muerte? ¿Cómo? Estas son preguntas que recorren como un río subterráneo todos
los escritos presentes en el Dossier de la Revista Nombres que hoy nos convoca.
El paisaje desde donde se plantea la pregunta por la muerte y la pregunta por
cómo hablar de la muerte no es otro que el abierto por una muerte mayúscula, la
de Dios, sitio signado por las ruinas de los templos. Casi a modo de relicario,
allí donde restan y se guardan pequeñas partes de lo atesorado, o como puesta
en abismo en la página, la escritura, la filosofía, están llamados a velar los
restos del último hombre.
Desierto o
espacio abierto o intemperie. Posibilidad de la pregunta, potencia de su
retorno, recurrencia de lo que no conjuramos.
A la insistencia que pregunta una y otra vez qué sea eso que llamamos
muerte, responde un torrente de no-saber, ensayos de rondarla con el
pensamiento a partir de una primera constatación: no sabemos qué es la muerte.
Por allí uno la señala como la alteridad
radical, para otro destella en su total incomprensibilidad, aquí aparece como
lo indiferenciado, allá como lo inexperimentable, como lo impensable en su
extranjería rotunda.
Y sin embargo,
¿cómo no hablar de la muerte?
Welte, en su alocución para el entierro de Martin
Heidegger, yergue la afirmación “de la muerte se puede y se debe hablar”, un
decir que de alguna manera intenta reconciliar la afasia de lo que fenece con
el testimonio de quienes quedan: hablan los testigos del paso de eso que
llamamos vida y así, la posibilidad de decir la muerte se liga a la
amistad. El misterio que es la muerte,
eso que no nos sucede, que no conocemos ni conoceremos “en carne propia”, de la
que no haremos experiencia, nos obliga a ser testigos, nos acerca a lo inaudito
de esa muerte que nunca nos llega si no es por otro: Somos esa densidad de
espectros que, invirtiendo a Santa Teresa, no mueren porque mueren.
La
escritura, el pensamiento, la filosofía (por supuesto que podríamos seguir con
una serie también posible: el amor, el arte, la amistad…) digo, la escritura,
el pensamiento, la filosofía están atravesados por ese inapropiable. La
filosofía es el registro de un diálogo con, sobre y por la muerte, en el que Fonti,
por caso, reconoce la importancia de la temporalidad (“la muerte nos ayuda a
tomarnos en serio el tiempo”), donde la vida es a la vez lo moribundo y la
posibilidad y potencia de tener tiempo,
transparentándose allí la presencia reclamante
de la responsabilidad. “Nuestro trato con la finitud resulta ser nuestra
mayor arrogancia” afirma Croce, hiriendo con su señalamiento esa habitualidad
en la que nos reflejamos como mortales inmortales: la muerte siempre está allí,
latente y presente mientras ilusoriamente la conjuramos con el olvido en el que
vivimos como seres inmortales.
Acaso
en esa paradójica expresión pueda ser leída la interrupción que oficia la
muerte en las noches del niño que
Mattoni nos hace ver en ese instante en el que se apaga la luz antes de dormir.
La experiencia del sueño como posible aproximación a la muerte (aquello que ya
habían visto los griegos al establecer la fraternidad de Morfeo y Tanatos,
dioses engendrados por la Noche) señala el sobresalto, la interrupción, el
quiebre del aterciopelado descanso. El esfuerzo de los niños por conciliar el
sueño, por no temer esa Noche, por mantenerse en la vigilia y el temor que se
eriza en las madres tras el sueño del niño, acaso sellan la cercanía de estos
dioses nocturnos que despiertan en nuestro ser primitivo estos súbitos
terrores.
La
muerte como interrupción y descomposición. Interrupción (desde dentro, de la
conciencia, del fluir del lenguaje) y como descomposición (del cuerpo, desde
fuera, de ese no-ser extraño que aparece ahora como cadáver). No hay muerte
propia, solo hay anticipación de la privación en la que nos abandona el
fantasma proyectado por la muerte de
otro. En la muerte del otro sufrimos por su perdida irremediable (“alguien
muere, ningún mensaje le será comunicado, ningún pedido vendrá de él” dice
Mattoni): Dolor, hay duelo. Ahora
bien, sin poder hacer duelo de la muerte propia, ¿cabe alguna otra
posibilidad?, ¿acaso lo sea la ausencia que nos señala Bataille en esa
experiencia imposible que llamó “práctica de la alegría ante la muerte”?. No
ser mortales inmortales, ni “creer ser el rey del acontecimiento en curso”
–como dice Duras en El mal de la muerte-
sino ser esa ausencia, ese vacío en el que se funden beatitud y violencia, o
como refiere Del Barco, experiencia de la “vida extinguiéndose”. ¿Cómo no ver
en esta transfiguración tragicómica, una excepcionalidad religiosa, una “ jovial e imposible alegría ante el
evento de morir” que exigiría el improbable olvido del miedo a morir?
Más allá del sentido con el
que dotan las religiones a la muerte, allende ese “paso más allá”, la muerte
aguijonea al pensamiento. “El hombre es esta hendidura donde lo viviente
y lo muriente se identifican”, “muerte es devenir nada. La vida deja de ser, un
hay que ya no es” dice Oscar del
Barco, trazando desde allí una suerte de complicidad tensa entre una
antropología signada por el problema axial de la muerte y una ontología
atravesada por la muerte de todo fundamento, de todo dios, de toda sustancia,
de todo sujeto. O, para decirlo con Biset, la muerte excede todas las
peripecias de la antropogénesis (bajo la que es la conciencia de nuestra
finitud la que nos hace hombres) pues, radicalizando la reflexión, tomada en
sentido ontológico la muerte señala que “ser es perecer”.
Del recelo, de la incomprehensibilidad radical que
supone la muerte, de esa alteridad absoluta para el pensamiento pareciera alzarse
sin embargo una ética, una política incluso que vuelve inescindibles los
opuestos que Derrida resuelve en la expresión la-vida-la-muerte. Incluso una
ética de la escritura en la que Jazmín Acosta celebra, un gesto de amor, El gesto de amor: escribir es dar
muerte a la muerte.
Los textos de Bernhard Welte, Diego Fonti, Oscar
del Barco, Soledad Croce, Silvio Mattoni, Noelia Billi, Guadalupe Lucero,
Jazmín Acosta y Emmanuel Biset reunidos en este Dossier invitan a continuar el
pensamiento sobre la muerte, la finitud, la temporalidad, la política; a
permanecer en el diálogo sobre la muerte, la escritura, el lenguaje; invitan a
hilvanar nuevos gestos, amorosos y amistosos, en la escritura dando lugar con
su lectura al espaciamiento de esta obstinación sobre la muerte llamada
pensamiento.
Presentación:
Natalia Lorio
14 de
Diciembre de 2012