miércoles, 20 de noviembre de 2013

Presentación Novela: Fundación Mítica de Las Ponce - Juan Enrique Solá



 Por Maresa Maldonado


“Los caminos que conducen a la literatura- decía el escritor Augusto Monterroso- pueden ser cortos y directos o largos y tortuosos. El deseo de seguir en ellos sin que necesariamente lo lleven a ningún sitio seguro, es lo que convierte al niño en escritor”. Y es ese fuerte deseo, al parecer, el que ha impulsado al autor a emprender su viaje en la hechura de esta novela. Desde esa “infancia recobrada a voluntad” de la que nos habla Baudelaire, en el Pintor de la Vida Moderna, que le permitirá disponer de la “suma de los materiales involuntariamente acumulados” con el asombro de un niño curioso. Con la serenidad de quien logró armonizar el sentimiento y la razón para contar lo que ha visto y ha escuchado. Para testimoniar lo vivido. Para mostrar, como en rayos X, cómo el afuera va penetrando en sus ojos y se producen las imágenes. Para, más tarde, entregar su mirada desde las luces, las sombras y el color, como síntesis de un proceso de adultez necesaria.

Lo que les contaré comenzó una tarde por los pasillos del Neuro. Nada es casual …

Con la risita pícara de un chico travieso, Juan Enrique Solá pronunció esta frase, mientras dejaba su novela entre mis manos:

“Si Borges se animó a hacerlo, ¿por qué no podría hacerlo yo?”

Él, claro está, se estaba refiriendo a la Fundación Mítica de Buenos Aires; pero ésta era la “Fundación Mítica de Las Ponce” lo que equivaldría a decir la “Fundación Mítica de Córdoba”. Debo admitir que el título desconcertó violentamente esos acostumbrados esquemas en que los mandatos racionales de la tradición, compulsivamente y casi de forma visceral, concurren para dirigirse a lo más tangible. Por ello traje a la memoria, de inmediato, aquella casa ubicada en algún lugar de Barrio Yapeyú de la que había oído hablar como de un cuento y que al evocar de muchos parroquianos, de éstos y de otros barrios cercanos, aún de los de más allá del Puente de la calle 24 de Septiembre, pasando el río, todavía provoca interés. También, cabe decir, alguna risa extraña al relatar ciertas anécdotas o sucedidos por aquellos lares. La fuerte presencia de aquel lugar hace suponer que, efectivamente, en los fondos traseros de la casa se gestaba y escribía una historia en el aire, cuyo alcance llega hasta nuestros días. La casa de las Ponce se diluyó en el tiempo y hasta hoy nadie había dado un testimonio por lo menos tan completo, tan detallado y rico sobre la génesis y la vida de una ciudad vista desde la mirilla de uno de sus más emblemáticos y misteriosos barrios. Testimonio de una pequeña (gran) historia dentro de otra historia, dentro de la historia. Y ello con todos los componentes de un relato que va más allá de contar algo sólo como un frío guión de sucesos que acontecieron en lo real y lo ficticio, para conectarse y adquirir total sentido desde lo que es intención y conciencia diseñar como marco conceptual, por parte del escritor, lo que en verdad le confiere valor a un oficio. Valor que va más allá de la mecánica de escribir con corrección para adquirir las características de un arte. Y desde este lugar, como al descuido, cronicar realidades que se entrecruzan y dispersan a través de un sinfín de diálogos, reflexiones, situaciones hilarantes y momentos absolutamente profundos que denotan la diversidad de pensares y haceres dentro de un pequeño grupo social, donde el conflicto ideológico, con sus peculiares características, está siempre presente. Cronicar -decía- desde la voz de un niño que crece al calor del sol de Barrio Yapeyú. Tiene curiosidad por el pasado y se conecta al presente a través de un estrecho vínculo afectivo con su abuelo, acercándose en esto de tantear la vida y aprender a reconocerla. “Fundación Mítica de las Ponce” tiene su propia sociología. De allí surge esta posibilidad de poder ser contada gracias al estrato de “Los Memoriosos” y de quienes se encargan de difundir esta memoria oral, como sujetos de esas vivencias, a las generaciones venideras. Tampoco faltan, como en todo tiempo y lugar, “Los Prudristes”, aquellos seres, que a contrapelo de los tiempos, fungen como detractores de cualquier tipo de cambios. Los que ponen los palos en la rueda en cualquier intento de construcción colectiva. Los moralistas a ultranza. Los que apelan a los dogmas del inmovilismo para que todo siga como, se supone, debe seguir. Y hay quienes reciben el nombre de “Soñamantes”. Son aquellos que, o bien hablan con la inteligencia del corazón, o cumplen, como Micaela Herrera, el sagrado legado de iniciar en las artes amorosas a los jóvenes varones del barrio. Algo que va más allá de lo puramente sexual, que no queda reducido sólo a la satisfacción de un instinto, sino que se dirige hacia ese lugar desconocido, amoroso y placentero que ofrece la vida. Legado éste que le ha sido asignado a Micaela Herrera por Don Juan Maldonado Quiroga: “milagrero por naturaleza y adivinero por vocación” cuyo único mobiliario doméstico son los libros. Que disfruta paseando en compañía de algún pensamiento por las riberas del Suquía. Del que no se sabe a ciencia cierta si alguna vez fue parido por mujer y que debe a su padre adoptivo esa bonhomía, tal vez por haberlo educado en el tesón del buey. Bonhomía con la que su persona es reconocida; consejero de pocas palabras, obsequiador de mieles. A él todos acuden cuando las vicisitudes, las obstinadas y absurdas razones, o las burocracias que se empeñan en imbricarse en las vidas simples de los ciudadanos de esa pequeña aldea en el barrio, afligen y atormentan. Juan Maldonado Quiroga es esa voz presente, aún sin que nadie sepa dónde está. Es la voz de la conciencia en la historia que escriben los hombres; con errores o aciertos, en el libre albedrío de sus decisiones. Tiene Don Juan Maldonado un noble contrincante con quien debatir y al que la vida dió razones para posicionarse como lo hace, encarnado en Severo Rustán.

En “Fundación Mítica de las Ponce”, el juego de bochas, el boxeo, el fútbol, las expediciones, la sanación, y aún las disquisiciones entre los vecinos, son estelas por donde fluye la sangre de un arte mayor: el de la vida. El de la pasión que contagiará al lector al descubrirse en ellas. En la pureza de las cosas aparentemente sencillas, antes de que las burocracias funcionales a un capitalismo cada vez más salvaje, que impone gustos, reglas y precios, nos aleje de lo intrínsecamente placentero. Nos aleje del arte de vivir sin código de barras. De la búsqueda de una estética cuya razón escapa a las razones, huyendo del camión de los caudales.

La novela de Juan Enrique Solá precipita en un punto: Barrio Yapeyú, como génesis y metáfora de nuestra Córdoba. “Córdoba de la Nueva Andalucía”. La que fue fundada por obra y gracia de la desobediencia y la rebeldía; pero también de la codicia. En el nombre de Dios y de los reyes de España, cuya gesta genocida de arremeter contra el infiel, dentro y más allá de sus fronteras, fue pretexto y fin en el intento de aniquilar una cultura. Juan Enriqué Solá da cuenta de ese pasado lejano; presente aún en el recuerdo y los resabios de la última dictadura cívico-militar y su borrasca. Con su registro de terror en el cuerpo y en el alma de Córdoba. Y no lo hace como algo aislado del marco estructural con que plantea su trabajo. Esta variable persiste y lucha constantemente desde el fondo de su escritura. Está presente en una retórica de varios tiempos. Que pasa de un castellano bellísimo, que al fluír con total naturalidad resulta grato leer en voz alta; hasta llegar a un cordobés básico perfecto, dicho con absoluta dignidad. En “Fundación Mítica de las Ponce” vive también esa Córdoba de la Nueva “Andalucía”, la que fue, es y será lugar por donde anda la Luz. Fuente de insurgencia. De conocimiento. Cocina de todo lo imposible. También de lo posible. De lo que discurre dentro de los confines del número 10. Entre el Sí y el No; y se detiene en el nueve como posibilidad del accionar humano. Por ésta Córdoba, por éste barrio olvidado en su desplazamiento ambicioso hacia el oeste, andan los pasos del poeta español León Felipe -sin ser casualidad-, cuando a conciencia, Juan Solá abre su Exordio con una de sus citas más ciertas y más bellas: “Yo sé además que entre el Viento y la Luz hay ciertos planes. He oído decir que entre el Viento y la Luz pueden convertir un gusano en mariposa”… En ello va un profundo reconocimiento al Poeta castellano-leonés, que entristecido por no haber tenido escuela ni ya casi tiempo para entrenarse en el arte que más amaba; tocar el violín como un virtuoso, salió de Zamora, España, a caminar por el mundo, (no en vano uno de sus nombres era “Camino”). Y así, entre el barro, el viento, el dolor físico y aún el del alma, al final de sus días tuvo la dicha de advertir que se había convertido en un virtuoso. Que había aprendido a tocar el violín caminando por el mundo entre los hombres.



Esta novela tiene solera. Ha reposado y ha seguido los soles y las tormentas necesarias para irse ganando la Luz. Es la que nos guiará hacia el significado de la voz guaraní “Yapeyú”: lugar donde nace el Viento. Lugar donde naciera el Libertador. Y no es casualidad; podría asegurarlo el mismísimo adivinero, Don Juan Maldonado Quiroga. Ese milagrero de todo lo imposible, el adivinero de todo lo que esté como posibilidad en manos de los hombres. Ése al que invocará tres veces, en la solemnidad de la noche, a orillas del Suquía, el niño que escribe esta crónica. Niño crecido que irá confundiéndose con ese autor. Escritor que culposo, tratará de no caer en brazos del pecado que tienta a los hombres libres, en contra de la ortodoxia. Pero que ciertamente vulnerará sus límites para jugarse con esa pasión con la que parece amar las cosas simples de la vida; los amigos a quienes nombra, el entrañable abuelo, los juegos… El empleo del tiempo no prefacturado ni ordenado en salones de alquiler. El arte de escribir-vivendo desde la patria chica de un Barrio Fundacional. Patria donde ha de volver, gastándose las últimas monedas, para tocar su origen de Viento y Luz. Y allí invocar tres veces, con el temblor de la esperanza, el nombre de Don Juan Maldonado Quiroga, para que nos sea concedida, quizás, nuestra última oportunidad de emanciparnos.