Publicado el Jueves, 27 Junio 2013 10:30 por Leandro Calle
Casi con seguridad me animaría a decir que cuando decimos Almafuerte, aparece una voz que nos dicta al oído el siguiente endecasílabo: “no te des por vencido ni aun vencido”. El primer verso del segundo soneto de la serie que Almafuerte dio en llamar, “Siete sonetos medicinales”.
La escuela, la memoria colectiva, la azarosa mano del tiempo concentró la obra de Almafuerte en este endecasílabo. Todo Almafuerte parece estar clavado ahí, y el resto de su obra gira fatalmente alrededor de este verso. Lo cierto es que la obra de Almafuerte es inmensa. Prueba de ello son las setecientas páginas que componen la “Poesía completa de Almafuerte”, que se editó en Córdoba (Colección Archivos, Alción Editora). Aparte de contar con la obra poética, el lector tiene acceso a una detallada edición crítica que ha revisitado los manuscritos del autor y da constancia de minuciosos matices en sus notas y comentarios. Un detalle simpático es que Almafuerte, don Pedro Bonifacio Palacios, parece que no se llamaba Bonifacio y que su segundo nombre era Benjamín, según consta en el acta de defunción.
Muchas veces se ha hablado de la poesía de Almafuerte como una poesía olvidada, no tenida en cuenta o minusvalorada. El olvido se comporta de manera extraña y misteriosa. Tal vez podríamos conjeturar que en los círculos poéticos la poesía de Almafuerte no ha gozado de un reconocimiento importante, sin embargo, su nombre y muchos de sus poemas insisten y perviven a nivel social: el nombre del poeta aparece en escuelas, en bibliotecas y en calles. Y cada tanto, un conjunto impreciso de su obra aparece en publicaciones de corte popular que, por supuesto, no evitan jamás el consabido soneto segundo de la serie de los medicinales.
¿Qué es lo que sucede entonces con Almafuerte? Tal vez es un poeta que se atreve a mostrar todo. Su verborragia está atada a su pasión, a su sentir que surge no como un agua tranquila sino como un chorro desesperado en el silencio. Almafuerte es un poeta que deja que las fealdades formales aparezcan, no le importa. Su fuerza es arrolladora y bella, pero en ese arrollarnos hay asperezas y amargores. Es ciertamente un poeta de la desesperación. En un prólogo que Jorge Luis Borges hace de una selección de poemas de Almafuerte para las ediciones Eudeba, dice que el poeta fue “un místico sin Dios y sin esperanza”. De algún modo podemos pensar que Almafuerte es representativo de cierto decadentismo finisecular y que, a su vez, esa desesperación refleja la nuestra. Por esa razón, las vísceras amargas de la poesía de Almafuerte lanzadas a Dios y al mundo, comparten un poco nuestros deseos de gritar, de quejarnos, de protestar. Almafuerte, aparece cada tanto porque lo necesitamos.
Había nacido en La Matanza, en 1854. Fue maestro, sin título, lo que le valió numerosas acusaciones (la persecución era de índole política, ya que muchos maestros ejercían sin título en las escuelas por aquel entonces). Participó en el movimiento cívico de la “Revolución del parque en 1890”, y de esa experiencia surge el poema “La sombra de la Patria”. Terminó instalándose en La Plata. Vivió de una manera austera, los contactos con el mundo político y periodístico resolvían por momentos su falta de trabajo.
Mitrista primero, luego cercano a los lineamientos del socialismo de Alfredo Palacios. El poema “El misionero” (una de sus mejores obras juntamente con “La inmortal”) en la edición de “Lamentaciones”, de 1906, lleva una dedicatoria a Bartolomé Mitre hijo, que, al igual que otras dedicatorias, fueron suprimidas en las ediciones posteriores.
Querido y odiado, casi por igual, falleció en 1917. El bisturí de la crítica muchas veces se acercó a su poesía con mordacidad e ironía al descubrir las fallas y fealdades en la métrica, rima y cuestiones formales de alguna de sus obras, pero es en la visión completa de su obra poética donde podemos alcanzar a comprender la importancia de Almafuerte, que se hamaca entre un tardío romanticismo y el modernismo imperante. De ahí que la publicación completa de su poesía, constituye un aporte importante a la literatura argentina.
La persona y la obra de Almafuerte siempre contó con detractores. Él prefirió recostarse en algunos amigos influyentes, en su “querida chusma” –como lo atestiguan sus poemas- y en un decir blasfemo que tendía a denunciar la hipocresía de la beatería cómoda. Entre la chusma y la blasfemia dejó versos memorables y una voz arrolladora, un volcán al que sería vano pedirle orden y pulcritud. Su belleza tiene mucho que ver con la fealdad de su expresión.
Vale la pena volver a Borges, que en el prólogo a las obras del poeta platense deja un testimonio del impacto poético que recibió de niño: “… hasta esa noche, el lenguaje no había sido otra cosa para mí que un medio de comunicación, un mecanismo cotidiano de signos; los versos de Almafuerte que Evaristo Carriego nos recitó me revelaron que podía ser también una música, una pasión y un sueño. Housman ha escrito que la poesía es algo que sentimos físicamente, con la carne y la sangre; debo a Almafuerte mi primera experiencia de esa curiosa fiebre mágica…”
El poema que Evaristo Carriego recita en forma completa en la casa de los Borges es “El misionero”. Un puñado de versos aquí, quiere recrear y recordar ese encuentro literario entre Borges, Carriego y la poesía de Almafuerte:
Sombra y luz, piedra y alma, seso insano
y ángel lleno de dudas y malicia:
yo no sé de Razón ni de Justicia…
¡sólo quiero saber que soy tu hermano!