por Rodolfo Schweizer-Mayo, 2013.
Cuando hace 25 años atrás, en 1988, hablábamos de formar la Asociación Juan Chelemín en Catamarca para defender nuestra cultura, quienes nos juntamos a intercambiar ideas tuvimos la oportunidad de conocer de cerca a un hombre en cuya visión afloraban, en cada instante, los rastros indelebles e imborrables del pasado indígena. Él hacía años que llevaba adelante una firme lucha en defensa de ese pasado mirado con desconfianza que, no obstante, llenaba un vacío en la construcción de nuestra nacionalidad: el lado indígena de nuestra historia. Su famoso programa “Hablemos de nuestras raíces” por radio Nacional, a lo largo de ocho años, más sus libros, contextualizados en nuestra región, así lo demostraban. Sin embargo, su actitud no era sorprendente, pues el hombre había nacido en una tierra de leyendas, en el antiguo territorio diaguita de nuestra provincia, por donde supieron pasar, camino a Chile, las huestes del décimo inca, Tupac Yupanqui, hijo del legendario Pachacutec. Ese hombre era don Joselín Cerda Rodríguez, tinogasteño, médico de profesión, que para nosotros pasó a ser el runa esencial y la referencia fundamental en las actividades de nuestro grupo.
A Joselín lo intrigaba la poca comprensión o negligencia acerca de nuestro pasado indígena. Obviamente, no aceptaba el olvido y menos aún la desconsideración hacia la herencia cultural de las antiguas civilizaciones de América. Como médico formado en nuestras universidades, no se oponía al progreso del conocimiento, pero no entendía por qué las políticas de modernización implementadas a partir de fines del siglo 19, tuvieron que imponer simultáneamente el desprecio por los antecedentes culturales que conformaban la base cultural de nuestros pueblos del interior. Y decimos “pueblos,” no “pueblo,” porque nuestro territorio estaba habitado por decenas de pueblos indígenas, de norte a sur de la patria, cada uno con su propia lengua, costumbres y riquezas culturales. Si bien se podían entender aunque no justificar las políticas llevadas a cabo durante la conquista y la colonización por parte de un poder extranjero como España, no se podía entender por qué, una vez emancipados, se impulsaba el desprecio hacia las culturas ancestrales de ésta, nuestra América. Para Joselín, esto equivalía a una traición a nuestros propios abuelos, especialmente en nuestra región del NOA, donde a cada rato saltan a la luz los rasgos culturales indígenas de su gente.
Este contrasentido cultural que se imponía a nuestro país lo corroboró aún más en una visita a Europa. Allí visitó museos y bibliotecas que guardaban celosamente el pasado de cada país, mientras nosotros, los argentinos, que queríamos imitar a esas culturas y hacernos tan modernos como ellos, no hacíamos lo mismo. Al contrario, se trataba de disimular ese pasado o hacerlo desaparecer, pasando por alto que algunas civilizaciones americanas fueron tan o más avanzadas que las del viejo mundo, lo cual debería habernos llenado de orgullo. ¿Acaso Teotihuacán, Chichen Itza, Palenque o Machu Pichu no convocan el asombro de millones de personas hoy en día, sorprendidos ante lo que esos monumentos sugieren sobre los pueblos antiguos que los construyeron? Pero había algo más en esa actitud europea de no olvidar el pasado. Este no era evocado o reconstruido solamente por un placer estético, sino porque la actualización del pasado servía para legitimar históricamente a los pueblos europeos. La exposición de un objeto del pasado le hablaba al visitante de una continuidad en el tiempo, la cual daba base a la idea de una identidad nacional. Esto no se le pasó por alto a Joselín, por el contrario, lo afirmó en la necesidad de defender nuestro pasado indígena como condición básica para el desarrollo de una conciencia nacional.
Para el hombre de Tinogasta, a nuestra historia nacional se le cortó la continuidad americanista. Si bien aquí no se pudo ocultar totalmente el pasado indígena anterior a la Conquista (cómo esconder a los incas o a los mayas!), sí se lo torció, como diría un paisano de sus libros, “pa’lau de Europa,” para conectarnos a la historia europea. De ello resulta que nuestro pasado anterior a 1492 era la Edad Media del viejo mundo y no la indígena americana; los Reyes Católicos o el Cid Campeador y no los incas y los mismos diaguitas que habitaban nuestra región. Llegamos al colmo de reírnos de nosotros mismos al afirmar que no veníamos de ninguna parte, sino de los barcos. Para aumentar nuestra tragedia cultural, estas ideas equivocadas se establecieron como norma a través de la escuela, lo que nos llevó a negar o despreciar nuestro propio pasado indígena como parte ineludible de nuestra historia. El motivo para todo este dislate fue la construcción de la modernidad, esa palabra engañadora en nombre de la cual se nos proponía dejar de lado nuestra cultura, desarrollada a la luz de nuestra experiencia, para asumir una cultura ajena y postiza, como medio de superar nuestro supuesto atraso. Y así nos fue históricamente. El sentido extorsionista que se le impuso a nuestro desarrollo, sintetizado en la opción entre “civilización o barbarie,” nos ha llevado a tener una cultura vacilante frente a todo lo que viene de afuera.
La necesidad de defender la vigencia de una cultura ancestral le sirvió de inspiración a Joselín para desarrollar los temas de sus relatos. En sus obras comprobamos que lo indígena sigue presente en la gente, a través del color de la piel, la forma de ser, los apellidos, las costumbres, las comidas, las formas religiosas de creer, el folclore y las danzas; en “cómo levanta su casa, rotura la tierra, recoge sus mieses, saca de sus manos (galera mágica) la belleza de sus artesanías y configura sus creencias”. Quienes quieran comprobarlo, simplemente deben recorrer las páginas de sus obras: Hablemos de nuestras raíces, Cuentos para el asombro, Tinogasta en la leyenda, Los días iniciales, Chelemín y su época y Por las sendas del llastay. A través de ellas llegará a ún humilde rancho o a un antiguo caserío de nuestra pedregosa y árida Catamarca para comprobar la sobrevivencia de nuestra cultura original.
La forma elegida para construir sus textos merece una apreciación literaria. Fiel al estilo pausado y grave del hombre andino, Joselín se vale de una escritura oral para acercarse al lector. Esa estrategia coloquial le permite ganar la confianza de aquél ante la anécdota contada. A partir de ahí la lectura se transforma en una exposición que revela la profunda sensibilidad del autor hacia la cultura de nuestro pueblo y su dolor y nostalgia por un tiempo ido. Esto se puede observar en el mismo título de su libro Hablemos de nuestras raíces, donde el “hablemos” implica una invitación al lector a recorrer juntos el camino hacia el reencuentro con la cultura ancestral de nuestros mayores, los indígenas. Un ejemplo, entre tantos, de esa aproximación amigable hacia el lector es su relato “El agua,” por ejemplo, donde nos invita a comprender las razones por las cuales nuestros antepasados crearon sus múltiples dioses relacionados al vital elemento. Y nos habla de varios “dioses” no porque hubiera una predisposición a creer en cualquier cosa, sino porque la naturaleza seca de nuestra región andina obligaba a nuestros indígenas a venerar todos los elementos que pudieran estar ligados simbólicamente al agua y la lluvia. De esta forma ingresaron al panteón de sus divinidades la víbora, que representaba en su deslizamiento el serpenteo del rayo, el suri, porque danza cuando se insinúa la lluvia y el sapo o la rana, porque acompañan con su canto a la lluvia, por mencionar algunas. Esta relación entre los fenómenos naturales y el mundo animal hizo que el hombre antiguo viera la naturaleza y sus manifestaciones como parte de un todo, actuando en armonía. Esto, que actuaba como principio rector en su vida personal, es lo que Joselín nos quiere mostrar en éste y otros relatos que giran alrededor de esa visión integradora, respetuosa del universo que la acogía. Obviamente, nuestro amigo tinogasteño sabía que muchos no lo comprenderían, y por eso a estos los invita a acercarse a un río o laguna para oír los sonidos misteriosos de la naturaleza: “acérquese, contemple, le parecerá escuchar voces,” lo cual revela su propia cosmovisión y su respeto por su máxima deidad: la Pachamama.
Otro de los puntos literarios importantes en los relatos es su recurrencia a personajes comunes para presentar el tema, gente sobre todo campesina, no contaminada por una modernidad vacía, en los cuales aún pervive el lenguaje y las formas de ser del hombre antiguo, del indígena. Ellos no representan arquetipos ni héroes; son gente común que acometen su vida diaria guiados por valores de otra época. La táctica autoral no deriva del azar, sino que obedece al interés en retratar o recrear artísticamente esa cultura ancestral en acción. Así, en “La acequia” revivimos la vigencia de la mita, palabra quichua que define cómo se comparte la escasa agua en la comunidad, mientras que en “La danza de la era” asistimos al trabajo cooperativo de la gente en la molienda de los granos vitales para su alimentación. En las comunidades representadas por Joselín no reina la competencia ni el individualismo propios del mundo moderno, sino la simple cooperación propia de los tiempos del ayllu indígena.
La inclusión del habla regional es otra característica saliente de sus textos. En ellos se mezclan el castellano elemental con el runa simi, o sea el quichua. La lengua heredada de España se manifiesta en una forma popular propia del uso en nuestro medio campesino o pueblero: “un día me largué pa’l Ambato,” “por ai a las cansadas,” “que de no,” “ reciencito,” “río que baja enculao,” “se ladia pa,” “se ladió para ay” y muchas otras. Ese castellano hablado a la usanza local se combina con una infinidad de vocablos quichuas para construir un estilo hablante propio de nuestra región. La mezcla de estas dos lenguas en el habla popular prueba evidentemente que en nuestra identidad cultural todavía convergen lo indígena y lo europeo.
Ahora bien, Joselín no deja de sentir el peso agridulce del pasado. La nostalgia por un tiempo ya ido lo consumen. Cómo no sentirse abrumado allá en su Tinogasta natal, ante la casa de sus viejos 70 años después de haber nacido allí; esa casa por donde transitaba doña Catalina amasando el pan que luego el horno de comba se encargaría de entregarlo dorado y listo para el deleite de Joshino; o el recuerdo de la agüita de la acequia golpeando las paredes de la fresca tinaja o del patio lleno de árboles y pájaros. Aquí, frente a su casa, Joselín ya no es el médico agobiado por el sufrimiento de sus pacientes, sino Joshino, aquel niño que hondeaba en el monte o hacía los mandados montado en su burrito. Sí señor, Joselín está abrumado. El recuerdo de cuando estaba transitando por el prólogo de su vida es mucho más duro de lo que imaginaba. Quizás por eso decide subir el cerro en “El perfil y la piedra” para consultar al gigante dormido, aquel hombre de piedra, domador del tiempo, que nos mira desde la casi eternidad de los Andes. Y allí seguramente hablarían de cosas del tiempo’i ñaupa, cuando la existencia era parte de una cosmogonía donde se mezclaba el hombre con los dioses. En el relato, el encuentro parece ser el de dos viejos amigos que se conocen desde hace mucho tiempo. El morador del cerro le cuenta de los tiempos de antes, de cómo los españoles no cumplieron sus promesas, quizás de don Juan Chelemín y el gran alzamiento, de cuando Tupac Yupanqui y Almagro pasaron a sus pies. Pero la conversación es demasiado larga para un Joselín cansado, que se deja llevar en su sueño hacia un tiempo que ya se ha perdido en su propio laberinto. Por ahora nos quedamos con sus libros. Quizás la Pachamama nos de en nuestra propia muerte el gusto de encontrarnos con él, recorriendo los valles, apaciguando llamas en compañía de Kokena, o bailando una cueca en su querida Tinogasta.