Télam, por Jorge Boccanera.
Un primer libro puede ser también un ejercicio reflexivo de inusitada madurez. Es el caso de "Ejercicios de fe", de Gustavo Bernstein, que acaba de editar el sello Alción, con un manejo de registros diferentes que van de la concentración del epigrama a la oralidad más expansiva.
En la cuerda del simulacro literario -escritos a la manera de variaciones- Bernstein practica el traspaso de voz para que por su pluma se exprese una galería de personajes: Ciorán, shakespeare, Rimbaud, Yupanqui, entre muchos.
"Tiene que ver con personajes que han dejado una marca en mí -explica-, con una fuerza evocativa latente y que emergen como una epifanía ante una emoción o circunstancia vital. Pero no busco homenajearlos. Son las emociones que hacen carne en mí las que los honran, tributarias del legado que me ofrendaron o de la cicatriz que supieron cauterizar".
La palabra "ejercicios" en el título parecería sostener la idea de la creación como algo incompleto: "Es una suerte de nihilismo frente a la idea de organicidad. De lo completo,
cerrado, acabado. Digamos que el poema está hecho a imagen del ser. Si el ser está hecho de grietas e imperfecciones ¿cómo no lo van a estar sus emanaciones? Y una de ellas es la poesía".
Bernstein, que estudió arquitectura, cine y pintura, cuenta que en su biblioteca domina el ensayo: "Pero no discrimino por géneros sino por autores. Es el escritor el que me atrae sin perjuicio del género".
Sobre la cuerda del simulacro literario, Bernstein, escritor y periodista, -publicó "Maradona, iconografía de la patria", "Sarrasani, entre la fábula y la epopeya" y "La patria peregrina"- dice sentirse cómodo en ese rol de "impostor".
"Siento que la identidad no es unívoca, que hay un desdoblamiento constante, hecha de hebras imprecisas, de voces internas que dialogan y discrepan entre sí. Somos seres
inacabados. Además, en la propia interioridad está el otro, la alteridad que nos interpela. En todo retratista hay un impostor, que refleja su identidad en los rostros de sus retratados".
Sobre la primera parte del libro, en la que campea un tono de salmo sostiene: "El término fe alude (quizás con ironía), a que no encuentro otra explicación para la poesía más que la fe. No entiendo cómo puedo pasar horas garabateando en un papel desesperado por no hallar una palabra".
"A veces -confiesa- creo que la encontré o que encontré una cadencia o un verso y entonces irrumpe un goce inexplicable. Pienso que hay algo del orden de lo espiritual en ese despunte de palabras que resiste en su herejía contra el materialismo por más
inquisición productiva que se nos quiera imponer. Pienso que la fe sostiene a la poesía, o que la poesía sólo se sostiene en la fe".
Llama la atención la polaridad entre el aforismo de reflexión de las dos primeras partes y los poemas de la última, a ratos narrativos. "Uno busca expresarse -dice Bernstein- y va encontrando modos afines. Tengo la sensación de que me encamino a ser una suerte de especialista en vaguedades".
La forma métrica de los haikus lo conmovió: "en mi caso son haikus con reparos; responden al desafío de una métrica y a una idea aforística para condensar una emoción o un concepto en una imagen. Pero con las dificultades de toda traslación cultural y
sobre todo lingüística".
En la tercera parte siguen los retratos, pero "de gente a la que me une un vínculo afectivo. Poemas más coloquiales, que incorporan voces del argot porteño", que dejan el ámbito natural para desplazarse en la espesura urbana.
Todo el libro está atravesado por la paradoja, esa figura de pensamiento que cultivaron Quevedo y Vallejo. "En el patíbulo" dice: "Quiero ver el rostro del verdugo/ Temo que sea el mío".
"La paradoja existe para contravenir el silogismo. Toda ecuación es una farsa. La verdad es inasible. Estrellas en un mar de barro, decía Tarkovski. Las paradojas son eso, chispazos en el fango de la existencia". (Télam).-