viernes, 9 de agosto de 2013
LOS TREINTA Y TRES NOMBRES DE DIOS- de Marguerite Yourcenar
Télam, por Gustavo Bernstein.
Meses antes de cumplirse el centenario del nacimiento de Marguerite Yourcenar (1903-1987) se acaba de publicar "Los treinta y tres nombres de Dios", poemario inédito que escribió en sus últimos años y dio en custodia a su amiga argentina Silvia Baron Supervielle para que los tradujera al español.
"Fue durante el verano de 1983: Marguerite me había invitado a su casa en Maine (Estados Unidos) a fin de releer con ella mi traducción de sus obras de teatro y tiempo después, en París, recibí el manuscrito con estos poemas brevísimos, sin puntuación y una carta donde me sugería que los tradujera", contó Baron Supervielle a Télam.
Publicado por Alción Editora, el libro se compone de treinta y tres poemas breves de inspiración oriental, dedicados a la contemplación de la naturaleza, con silencios amplios y sugerentes que llevan a los versos a flotar en el vacío como partículas en suspensión.
Hay poemas, por ejemplo, que rescatan apenas una imagen: “El pequeño pez/que agoniza/en las fauces de la/garza” o “Vuelo triangular/de los cisnes”; otros, que constan apenas de un verso: “Mar de mañana” o “Abeja”; pero el vacío llega a su paroxismo en el poema 7 donde se asiste simplemente la absoluta ausencia de la hoja en blanco.
Si el primer poemario de Yourcenar, “El jardín de las quimeras” (1921), ponía de manifiesto su refinamiento como poeta al reinterpretar los mitos griegos, éste último, paradójicamente, cierra el ciclo persistiendo en la mitología del edén, pero inscribiéndose en el panteísmo de la mejor tradición Oriental.
A la manera del tradicional “haiku” japonés, que busca la iluminación en un instante de conexión con la naturaleza, los versos reunidos en este volumen póstumo también apelan a esa suerte de ideogramas zen, donde una flor puede aludir a la primavera y una hoja muerta al otoño o a todos los otoños.
Según Baron Supervielle, este canto a la simplicidad de la naturaleza no es más que una prolongación natural de la fe íntima de la autora y surge de su vínculo incesante con su propio jardín:
“Recuerdo la casa de madera blanca y en la parte de atrás un pequeño oasis bordeado de una fila de álamos cristalinos por donde corría un arroyo y una huerta en la cual crecían tomates, vegetales y hierbas; las legumbres se mezclaban con las rosas de té y las margaritas con las flores silvestres”
“El paisaje –completó– lo coronaba un gran pino, de cuyas ramas había colgado canastos con granos para los pájaros: el jardín de ‘Petite Plaisance’ era el paraíso de las aves”.
Nacida en Bélgica el 8 de junio de 1903, la profusa obra de Yourcenar supo alternar entre dos fuentes de pensamiento: el universo griego –de manera notable en su novela “Memorias de Adriano”– y el Oriente, con el cual la autora se familiarizaría desde temprana edad mediante traducciones de textos de la India.
Pero recién en 1982 visitaría físicamente el Oriente en compañía de un joven de 30 años, Jerry Wilson, quien se convertiría en su compañero de viajes, luego del fallecimiento de Grace Frick, quien fuera su secretaria y compañera de vida.
Apenas un año atrás, Yourcenar había publicado “Mishima o la visión del vacío” –notable ensayo sobre el escritor japonés– y comenzado la traducción de cinco de sus obras de teatro No en colaboración con Jun Shiragi.
Una serie de crónicas, resultado de aquel primer gran viaje a Oriente, se publicarán en “Una vuelta por mi cárcel”, aunque la obra que condensa gran parte de la influencia orientalista de Yourcenar son sus “Cuentos orientales” (1938), donde aparece la célebre imagen del viejo pintor Wang Fo que se evade en el mar de jade azul que acaba de trazar su pincel.
Esa obra es clave en su literatura, en tanto encuentra ahí la percepción del "yo incierto y flotante" que le concederá más tarde a su emperador Adriano –un fervoroso helenista–, quien en un momento de la novela confiesa: “Cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros”.
Estudiosa del zen, en la serie de entrevistas concedidas a Matthieu Galey, “Con los ojos abiertos (1980)”, Yourcenar alude a esa doctrina como “una espada centelleante” y afirma: “nos pone en guardia contra las especulaciones metafísicas ambiciosas e insiste en la necesidad de depender sólo de nosotros mismos: ‘Sed una lámpara para vosotros mismos...’”.
También en “Fuentes II” (1999) otra publicación póstuma que se hiciera del cuaderno de notas donado por la autora a la biblioteca Houghton de Harvard –donde en forma aparentemente caótica vuelca fichas de lecturas, esbozos de textos, pensamientos, citas, inventarios, recuerdos y fragmentos personales–, apunta en un capítulo titulado “Meditaciones en un jardín”:
“Nada habré amado tanto como aquellos encuentros a través de los muros de las especies; el ave que nos habla o que se posa en nuestra mano, la ardilla poco temerosa, el perro amigable. Tal vez más bello aún cuando simplemente viven ante nosotros sin conocernos y les importamos tanto como la rama de un árbol...”
Este fervor de Yourcenar por la literatura Oriental se constataría luego de su fallecimiento, un 17 diciembre de 1987: de los 6.876 libros que se hallaron en su biblioteca de “Petite Plaisance”, 500 estaban consagrados al Oriente. (Télam).–