lunes, 28 de noviembre de 2011

viernes, 25 de noviembre de 2011

Ciudad de huecos - Marcela Rosales









Dominó de 29 cuadros
Leer Ciudad de huecos me remitió a dos cosas. A la película One true Thing. Un film en  el que un escritor nostálgico, lejos de la insoportable escena de su vida, contempla un cuadro desde la mesa de un bar, con el único fondo de un blues. Como algo que lo había iluminado durante todas esas noches, como el premio a su soledad, sobre el final de la historia decide poner el título del cuadro a su novela Camback in.
Imaginé a Marcela haciendo este mismo trayecto, la vi escribir "en la habitación oscura, delante del espejo", escuchando la música "que acaricia el alma", la vi colgar en los soportes del poema  los cuadros de Edward Hopper casi en una coincidencia mortal.
La segunda  es el dominó, palabra que incluye dentro de su poema "Vagón de tren". Esta ciudad está construida por 29 poemas, uno más que las fichas del dominó que se juega con 28.
La pintura de Hopper que ilustra la tapa sintetiza la idea de lo que viene. Introduce la incertidumbre, ¿es una ciudad real o artificial? ¿Son poemas ficcionales o autobiográficos?
No puedo decir que Ciudad de Huecos esté dedicado a Hopper. Cuando tomé el libro por primera vez pensé ingenuamente que sí, pero luego me di cuenta que Hopper es la identificación de Marcela, ambos utilizan la misma técnica para nombrar o para silenciar sus imágenes. Un poema es una pintura, una tumba paciente, una máscara.
Los poemas se relacionan y desconectan, no explotan ni implosionan, están a la espera de algo, dentro de una ciudad habitada por seres contenidos, en lugares cerrados o abiertos pero siempre con esa extraña sensación de que les falta el aire. Lugares donde la ropa no se seca, donde el invierno es imposible, donde las estaciones no caben...Vienen de más atrás y van más allá.
Siento que la escritura de Marcela por momentos es más frágil que ella misma y que incluso parece no resistir la fuerza desde donde viene su lenguaje, como si su puño cerrado, esta impotencia que trasluce el libro estuviera a punto de romper el poema y aparecer.
"Hopper consigue mediante sus imágenes un espacio real y metafísico a la vez, que comunica al espectador un sentimiento de alejamiento bastante fuerte. Lo consigue mediante una esmerada composición geométrica, por un sofisticado juego de luces y sombras, frías, cortantes e intencionalmente "artificiales" y por una extraordinaria síntesis de los detalles. La escena aparece casi siempre desierta; en sus cuadros casi nunca encontramos más de una figura humana, y cuando hay más de uno lo que destaca es la imposibilidad de comunicación resultante, que agudiza la soledad"
Los poemas de Ciudad de Huecos, transcurren en cámara lenta, hay una agudeza en la concepción del espacio que parece separarnos aún más, convertirnos en verdaderos espectadores. Leerla equivaldrá a estar dentro de un cristal, congelados, donde  no se espera a nadie, donde “no se va ni se viene de ninguna parte". Los tiempos están provocativamente quietos, pero esto lejos de diluir, tensiona, y este es quizás el talento mejor logrado de  Marcela en su poesía, lograr como en  las pinturas, esta feroz distancia entre yacer dentro del cuadro como fría protagonista y el deseo de la que está afuera como espectadora movilizada a punto de romperse.
El lugar del padre no llega a ser evocativo ni nostálgico. Parece estar vacante, aludido en mil detalles, pero ausente al fin.
“Hay trenes que se empacan en maletas
aviones que se guardan en sombreros,
barcos que se doblan en pañuelos
y carrozas que se calzan con los guantes.
Las estaciones, en cambio, no caben, no caben
(se extienden por el mundo como rieles, y nos dejan varados)”
 Todo lo que ella desearía que sucediera está fuera del poema y este es el dolor radical, la imposibilidad de modificar el lienzo más indeleble. Sólo puede deslizarse por la ficción del poema como por rieles, una palabra repetida del libro: RIELES marca esto del camino fijo, del que no puede salirse ni tomar un atajo, pero del que algo se espera, porque la sensación que uno tiene al mirar las vías de un tren es esta misma incertidumbre del libro, nunca sabemos si  ya pasó o si viene, pero lo esperamos. En su poema "vagón de tren" dice, ese tren parece que no se mueve pero lo hace.
Por esos rieles ella espera que algo se lleve al que no puede irse.
Carolina Morning es el as del libro. El poema maestro, de allí se desprenden o congregan todas las verdades. "Es mujer recostada sobre el quicio de una puerta abierta a sus espaldas, que oye una música que acaricia el alma pero se niega a tararearla". A partir de ahí "ella duele más".
Ella es magnolia. La magnolia es anterior a la abeja por lo tanto es la flor que resiste. La resistencia de Marcela es anterior a la herida, incluso anterior a la certeza, y como la flor, como la dama de las sombras que no puede llorar, sus lágrimas convertidas en cristal la salvan, la mantienen despierta lejos de ese lugar al que no se puede dejar caer sin caer.
Ella busca un quinto continente, ella quiere hacer nidos de los huecos.
Plantea en los versos un efecto en dominó, una costura que la caracteriza y que lo notamos cuando lee en La Bandada:
“El fuego en el hogar,
el hogar perdido,
la inocencia del niño,
que no sabe que vendrá.”
2-
“El hijo anudado a la madre,
la madre anudada al padre,
el padre anudado al cable,
el cable anudado al hueco,
de mis venas abiertas.”

Desanda para llegar a la certeza. Voltea sus propios muros hacia atrás.
La máscara responde a un deseo. Hay una máscara que el ausente lleva y sólo basta con quitarla. Repite y empuja esta palabra. Su fuerza crece.
Antes de los poemas hay subtítulos, o dicho de otra forma, antes de los cuadros de Hopper están sus propios cuadros, los que escapan incluso de la identificación de Hopper, los anteriores a la herida, estos títulos anuncian el camino de lo que romperá o no al final y al mismo tiempo reinciden en este efecto dominó, como señales o antecedentes de lo que viene después. Un título rompe en el poema posterior y éste a su vez en el que sigue, hasta que caen todas las fichas o se obtiene el cuadro final, la ciudad de huecos.
El silencio de la contemplación de una pintura es el silencio de lo innombrable y en este silencio Marcela, lo termina nombrando todo.
"Detrás del espejo guarda lo que escribe, eso que no puede hablar". Guarda la fe de lo que escribe detrás de lo que escribe, detrás de lo que escribe guarda su espejo.
Hay una sensación latente de estar entre lo irremediable, es el riel conductor, pero cuando se escribe todo lo irremediable comienza el remedio, horadar el hueco hasta descubrir el nido para nacer, escribir hasta romper el espejo, hasta disolver la propia escritura. Porque no hay hueco más irremediable que su puño cerrado. Porque los trenes siguen llegando bajo el cielo sin regreso,  Ella se remienda el costado del miedo. Ella se remienda su hueco, su padre. Burla las tormentas. Compone el grito. Tiene el  conocimiento que los otros ignoran. Percibe desde una ventana distinta, la que comunica con el interior, la que no da al jardín. Como el pintor, tiene las señales. No reniega de ser "mujer callada", esto le da el don de moverse como Hopper entre las luces y las sombras de una ciudad de huecos.
Laura García del Castaño



lunes, 14 de noviembre de 2011

Sobre "Mil y una" de Susana Silvestre


Astro (Astrum, Gestirn) e Imaginación (Imaginatio, Einbildungskraft)
Sabe que en el astro hay muchas esencias, esto es, no un astro, sino muchos. También sabe que existe una estrella que es superior a todo el resto. Esta es la estrella Apocalíptica. La segunda estrella es aquella del ascendente. La tercera es la de los elementos, y de estas hay cuatro; así se establecen seis estrellas. Además de éstas hay aún otra estrella, la imaginación, que gesta una nueva estrella y un nuevo cielo (Astronomía Magna, Paracelso)

La verdad, en esta tarde, yo quisiera decirles que apenas conocí a Susana Silvestre. Hay quienes creen que lo importante es el texto que se despliega frente a los ojos y que no cuenta el retrato de quien tuvo que pensar en una primera frase y luego seguir en búsqueda de una forma completa. Si no conocemos al autor, la escritura basta para saciar nuestros deseos de lectura. Si lo conocemos mucho, su imagen puede llegar a ser una presencia absoluta y a condicionar las reglas del código narrativo. Si apenas lo conocemos, si pasó junto a nosotros como el referente natural de un grupo, en una circunstancia incluyente que nos elegía y lo elegía para completar un cuadro, su presencia será una leve impronta que acompañará nuestra mirada y la marcha de la escritura.  Así fue la presencia de Susana Silvestre en mi lectura de su libro, una figura tenue, de rasgos difusos, pero con una pesada carga de sentido, insostenible su manera de no estar más e irreparable su ausencia.
Sorpresivamente, la encontré en una clase de música de Pablo Kohan, musicólogo. Me alegró verla en el grupo. Una escritora que quiere escuchar mejor, llegar más adentro, más allá del sonido. Sólo más tarde comprenderé, al leerla, que ella alimenta sus textos con un saber múltiple, que satura con fundamento la estructura que va a contener el relato, hasta convertirlo también en un aprendizaje: somos más sabios, entendemos mejor lo inasible de una pintura, la articulación de un mito, la filosofía de una época. Ella está allí, como yo, en las filas de una clase limitada por anaqueles donde brillan infinitos lomos de cds que el ojo codicia y pondera. No recuerdo haber compartido ese curso con demasiados escritores; uno o dos, quizás. Ella no será una presencia que perdure. O acaso yo sea la que no perduró en ese año alrededor del maestro Kohan.  Susana se delineó entonces como una figura singular, nos reconocimos y prometimos vernos.  
Desde allí hasta ahora el arco del tiempo parece desesperarse, es como una saeta que ha partido de esa evocación y va a detenerse en un punto que no estaba en su decurso, en  mi lectura. El encuentro prometido nunca se dio. No puedo sino conformarme: tengo  las páginas de sus libros, de ahora en adelante y hacia el futuro. Desesperación y conformidad, en efecto, connotan el párrafo anterior.

Me pongo en el lugar del caballero de Mil y una, narrador sin edad, pero sin juventud, que huye de su presente terrenal y palaciego para llegar al mero sitio de la narración, una posada, donde la novela va a suceder, un lugar sin coordenadas espaciales que se define como remoto, esa señal propia de los cuentos que crea el aura de lo maravilloso. El voyeur que verá desplegarse antes sus ojos las historias que habrán de contar unas presuntas brujas, mujeres separadas del mundo, que saben hacerlo y cuyo designio es poner en juego la imaginación y el conocimiento, cada cual con su estilo, y sostener la inteligencia y la belleza con que han sido dotadas. Excepcionales mujeres, porque su propósito se cumple a través de un encadenamiento sostenido de referencias que enlazan las obras grandes de la poesía y el arte. Enciclopédica en todos los ámbitos de la cultura, Susana Silvestre confiere ese atributo a las sucesivas narradoras de Mil y una para componer un friso en el que se lucen la erudición y el ingenio. Alcanzar ese lugar de privilegio: estar en el centro del fogón, como se diría en nuestra gauchesca, o en la posada de los clásicos donde los trotamundos se reúnen junto al fuego para ejercer los oficios del narrar y del escuchar narrar, que se cocinan juntos para gloria de la literatura, alcanzar ese privilegio, decía, no es obra del azar. Es necesario – aunque en esto no debe leerse una receta – tener una aproximación a la literatura y a las artes de una gran curiosidad intelectual, capaz de buscar en esos fenómenos la apoyatura, el realce y la expansión en los que se articulan; entenderlos desde adentro y saber no sólo verlos sino escribirlos, con la pericia que da poseer la inteligencia de diferentes discursos.
Ese poder alquímico – si se piensa en la transformación o la transmutación y todos los otros procesos que constituyen las llamadas “ciencias del espíritu”  – se verifica en la creación de mundos y es tan oculto y misterioso como el que empuja el surgimiento de las formas en el arte. ¿Acaso la razón puede explicar la ocurrencia de una imagen única surgida del sueño de un poeta hasta ser un mito que viaja a través del tiempo para repetirse? ¿A quién puede no deslumbrarle la fuerza milenaria de las historias de Sherezade en Las mil y una noches, una corriente que no cesa y cuyo sentido es posponer la ejecución y suspender la muerte? En Mil y una Susana Silvestre recrea una estructura abierta a la que se suben aquellos conceptos de vida eterna como la reencarnación y filosofías adyacentes, confiadas en el poder del espíritu para conjurar el final de la vida y contradecirlo mediante un eterno retorno difícil de desmentir. La muerte se pospone porque hay palabra, letra, escritura, transmisión, lectura.
En el título de la novela caleidoscópica de Susana ha desaparecido el artículo en plural las y el sustantivo noches, una operación restrictiva que deja más desnudo el significante del número, aunque sin la referencia que quiere cuantificar. Mil y una es la medida de muchas otras cosas. Es una exacerbación en el sintagma “Pasó las mil y una” o “Me hizo las mil y una”, que describen una demasía. La cifra mil avanza sobre el infinito pero después de haberse retrotraído a la menor de la serie: una. Luego se relanza como aquella saeta que signaba mi breve relación con Susana: regresa a su origen y vuelve a dispararse al infinito.
Mil y una no puede tener final, pero termina. Las brujas que contaron sus historias han dejado al irse  la pátina de sus colores, los cielos de paisajes recorridos en su andar,  la resonancia de la música y de las palabras, el prodigio del contar que está en todas las formas del arte. Solitario y abandonado, el trashumante que fue voyeur y testigo de la alternancia de voces de la narración, que amó a cada una de esas mujeres, siente una pena inconsolable. Cree haberlo perdido todo. De pronto las voces vuelven a sonar. Y una en particular, Morgana, cuyo nombre es el del hada, ente o ser, que en Las mil y una noches preserva de morir a Alí Babá, canta el lamento de Orfeo por la pérdida de su amada: Che faró sensa Euridice/che faró senza el mio bene. Un llanto del que no se retorna. Y, sin embargo, dos líneas más abajo, el relato se detiene en un título; quien escucha a Morgana enuncia: “Orfeo y Euridice de Gluck”, como si adivinara o acertara con el nombre de un título y de un autor. De nuevo surge el poder de la creación, la literatura que necesita nombrar, una autoría que rodará hacia la eternidad mientras exista el narrar. Sherezade recomienza su noche.  

Tununa Mercado

Sobre "Fondo Blanco" de Javier Ramacciotti

para caer hay que caer

Qué decir del fondo, de esa superficie que es el fin de lo superficial, allí donde parece terminar lo visible y lo tangible.

Qué decir del blanco, de ese color que no es un color, o más bien, que parece ser ausencia de color al rechazar la luz por exceso.

Qué decir de un juego (pulsión de muerte más o menos enmascarada) que se goza en el fin, donde el jugar mismo consiste en ver el fin consumido del fondo y no en la duración de lo que se consume; donde la ansiedad (más o menos infantil) de ver ese blanco cristalino del vaso se apaga con cada intempestivo fin y se enciende con cada sucesiva ronda.

Qué decir de lo que recomienza hasta que algo cae, un cuerpo exhausto, un poema terminado.

Qué decir si se dice que para caer hace falta caer: decir lo obvio que ya se dice en la fórmula que se duplica,  o eso que aún queda por decir en el revés de lo que se repite.

Qué decir del blanco fondo de la página, del fondo blanco del vidrio, del blanco que siendo fondo ilumina y del fondo que siendo blanco ciega; o del blanco fondo intocable y del fondo blanco intangible.

Qué decir del tocar, de lo intocado de las imágenes y de su fondo o de su superficie, del tocamiento de las palabras y de su caída, su cadencia.

Qué decir de un libro que anuncia un fondo y una ausencia, que hoy tocamos como cuerpo pero cuya escritura queda in-tacta en su blanco, esto es, en su centro.

Qué decir del anuncio del fondo, qué de la certeza del blanco.


No soy una mujer, soy un mundo le dice la reina de Saba a San Antonio en el centro irascible de su tentación, en la nada poblada de fantasías de su retiro… y aquí, en este fondo blanco que se hace espejo de los desiertos, aparece otro a punto de probar su caída, Krakatao, que debe anotar lo que la voz le dicta: no soy una palabra, soy todo lo que hay de decible … debe anotar eso, que nada vale para la vida salvo su lentitud en llegar, y que peligra, no lo que no puede decirse (acaso nada haya que no pueda decirse en este fondo blanco), sino el mundo terrible que se arremolina cuando todo lo que puede decirse se hace en la boca como caverna y no como embocadura, en labios que no pronuncian sino que cierran su mundo en un grito que contiene la potencia de todas las palabras … Krakatao debe anotar la lección de la pérdida del lenguaje en la perdición de lo amable: “si amás, estás perdido”, dice la voz anunciando ésa, la irreparable sentencia del desapego, del desasimiento que no es soltar alegremente lo prescindible, sino restregarse la mirada con la arena incierta de la certeza de toda pérdida.

Probando perderse, el movimiento que se produce es desde el fondo hacia el blanco, es un pasaje: “pasás de lo oscuro / a lo más claro” dice esta voz, y es que de lo oscuro del fondo a lo claro del blanco hay un itinerario hecho con juegos que se saben perdidos, un desquicio de la lógica de la ganancia, una apuesta por la potencia de lo simulado, una incertidumbre frente a lo sólido de las negaciones y de las afirmaciones, una entereza frente a lo tenue que se fuga como la voz ante lo que muere.

Porque no hay melancolía, ni nostalgia, ni queja en esta voz es que el juego de la  mirada no se dirige hacia lo que no vuelve sino a eso que aún no llega, aunque nunca haya dejado de llegar: hay intensidad de espera, espera que no debería confundirse con esperanza, sino una espera que habría que hacerla jugar con las resonancias de espesura, de expectación, de exceso: espera espesa, densa, expectante, excesiva, no de algún anuncio salvífico que venga a cumplirse, sino de una caída que recomience, que no se pretenda definitiva sino que se alce cada vez, que precipitada e inacabadamente se deslice desde fondo hacia el blanco.

Es que lo que hay en esta voz es una decidida voluntad de jugar el juego de la repetición, siguiendo esa única fe en la energía que mueve los cuerpos que caen para caer, movimiento común de la materia, comunidad de la caída …

Pero ¿dónde caen los cuerpos?, ¿dónde cae la mirada que se sabe cayendo?, ¿con quiénes se labra esa comunidad de los que caen? “¿Dónde comienza un parentesco, /y dónde una distancia?”, se pregunta esta voz. Y acaso, en la espera, se podría ensayar apenas una respuesta entre tantas: el parentesco comienza en el fondo y la distancia, en el blanco. La comunidad de los que caen saben del fondo blanco que los acerca y los distancia, que los filia en la materia de sus cuerpos cayendo al fondo y los aleja por el ruido propio que hacen al caer en el blanco. Sin embargo, otra cercanía se hace, un espacio común de otro tipo se abre, porque la caída tiene un espacio ineludible y singular en este fondo blanco: se cae inevitablemente al costado de los cuerpos y de las cosas. Siempre se está al costado, y ese costado es tanto un estado cuanto una estación, tanto un espacio cuanto un tiempo. Porque estar al costado de las cosas implica una decisión por principio: ¿Cuándo fue que decidimos no elegir/ ninguno de los lados?”, se pregunta esta voz, evidenciando que ese costado no pertenece ni a uno ni a otro lado, sino a su umbral, a ese fondo y a ese blanco que se dejan caer uno en el otro, otro en el uno, mostrando no la profundidad de un derrumbe irreversible sino la simple lateralidad de lo que cae.

Lo que cae, recomienza, orbitando en lateral, repitiendo las palabras de la cercanía y de la distancia para confundirlas en un mismo costado, en un mismo espacio sin reveses. Porque no es el volumen sino el costado de las cosas lo que se experimenta al caer que la materia no interesa en su creación sino en su permanencia: caer al costado supone así un ambiguo movimiento de costear, vale decir, costear como cubrir el peligro de la caída y costear como recorrer ese costado al que se cae.

Caer al costado de las cosas, en esa lateralidad de estar, se hace un quedarse: al fondo, quedarse en blanco; sin dormir, sin comprender, sin lo que uno se esperaba pero en la espera de que recomience el ejercicio lateral de la afirmación de lo que cae con una velocidad incierta y se pierde con la misma rapidez, para volver a afirmarse en nuevas combinaciones, en múltiples repeticiones, nunca en el centro de algo así como una verdad, sino en el costado de lo que se afirma para caer.

Del fondo al blanco, en suma, qué decir: decir que es más claro que las cosas, o que está más vacío que las palabras; que es ausencia de escritura, de trazo; o que es una hiancia, un hueco, un espacio que se deja en blanco en la escritura, escritura en blanco, escritura sin escribir, sin imprimir, sin presión. Qué decir entonces de la escritura aconteciendo en la suspensión del peso de lo escrito, haciendo blanco en la pura caída de lo que cae para saber que cae, de la pérdida del peso y del volumen de las cosas por el costado en el que se abre su mundo.

Qué decir del cuerpo vulnerable que trae una suma y no una carencia, que evidencia un resto y no una falta, cuerpo que por mostrarse vulnerable menos se acerca a la inocencia que a una incierta forma de la culpa; cuerpo intermedio entre las cosas (que no toca en su tranquilidad de cosas) y los nombres (que no se pronuncian sino que se delegan para ser acomodados en unas manos sin rostro y sin voz).

Qué decir de esa manera de buscar que tiene este fondo blanco -aunque siempre con un segundo de retardo- en lo frágil, en lo abandonado, en lo que cede y en lo que ex-cede, maneras de buscar esas formas de lo amable caídas al costado de lo que no pudo más que amarse.

Qué decir, al fin, de esa insospechada felicidad que se conquista cayendo.

Gabriela Milone 
(Presentación Fondo blanco de Javier Martínez Ramacciotti.
Capilla Buen Pastor, 4 de noviembre, Cba.)