miércoles, 30 de junio de 2010

Colección Archivos






Página/12

RADAR LIBROS

DOMINGO, 28 DE FEBRERO DE 2010

La antorcha de la ceguera

Acaba de aparecer la edición crítica de la colección Archivos dedicada a

Sobre héroes y tumbas (Alción). El texto, depurado de las erratas debidas a

las sucesivas reimpresiones, está acompañado de una serie de estudios,

lecturas, cronología completa de Ernesto Sabato y bibliografía actualizada.

Prólogo de María Rosa Lojo, coordinadora de la edición.

Por Maria Rosa Lojo


Con la antorcha de la ceguera, Sobre héroes y tumbas ilumina un camino

desviado hacia la noche original. A mediados del siglo XX, en una ambiciosa

ciudad periférica de Occidente, se abre un agujero negro, un hueco estelar.

En su espejo invertido desaparecen las formas de las cosas habituales, “el

sentido de lo cotidiano”. Desaparecen, a secas, las formas, devoradas por

una succión que disuelve los contornos de todos los seres, la “conciencia que

establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir”.

Como moneda de oro, la esfera entonces refulge, una vez que las cosas de

este lado se han desprendido profundamente. ¿Es la utopía de un orden

nuevo y radiante lo que aparece cuando el orden viejo de las “grandes

divisiones” de las inadecuadas diferencias, se ha destruido? ¿O es ese

“orden” la otra cara del Caos, nacido antes del Tiempo y de la Conciencia?

No lo sabemos, y poco importa. Lo que cuenta es el camino, que es, sin

duda, el extraño camino de la poesía. Muy por debajo de la ciudad que

vemos fluye un río turbio, de aguas fétidas, que en algún momento deja de

ser un confuso torrente de desechos, para convertirse en el lecho “limoso y

elástico” de una laguna pampeana, y en una planicie iluminada por otro sol, y

en una cordillera sumergida y en un paisaje lunar, y en el lomo petrificado de

un dragón gigantesco. Un mundo seco y muerto, desolado y vastísimo,

donde sin embargo arde un fuego eternamente vivo. El fuego late en el fondo

de su contrario: el agua. Proviene de un Ojo Fosforescente iluminado como

una gruta submarina.

Aquí tiene lugar la más extrema y radical aventura poética, la aventura de la

traslación y la transformación: “vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), sentí

que el tiempo se detenía confiriéndome la visión de la eternidad, tuve edades

geológicas y recorrí las especies: fui hombre y pez, fui batracio, fui un gran

pájaro prehistórico”.

La apuesta más audaz y más feroz de las vanguardias, y en particular del

surrealismo: la alianza de los extremos, la “correlación de lejanías”, desborda

en la poética de Sabato los puntuales resplandores de la metáfora, para

extenderse a toda la concepción de la novela: “En realidad sería necesario

inventar un arte que mezclara las ideas puras con el baile, los alaridos con la

geometría. Algo que se realizase en un recinto hermético y sagrado, un ritual

en el que los gestos estuvieran unidos al más puro pensamiento y un

discurso filosófico a danzas de guerreros zulúes. Una combinación de Kant

con Jerónimo Bosch, de Picasso con Einstein, de Rilke con Genghis

Khan” (Abaddón, el exterminador).

En Sobre héroes y tumbas el arte novelesco de “Gengis Kant” (“bárbaro

conquistador y filósofo alemán”, afirmaba la genial boutade de Uno y el

universo) llega a un punto clave de esplendor turbulento. Fernando Vidal

Olmos ha encontrado su Aleph, su centro del Universo, donde coinciden los

opuestos, donde conviven de algún modo todos los espacios y todos los

tiempos. Pero a diferencia del contemplador borgeano, Vidal Olmos se hunde

de cuerpo entero en la “fosa de la verdad”. La experiencia visual se

transforma en experiencia táctil y enteramente corpórea, la comtemplatio en

pathos. No se está frente a la summa abrumadora de lo visible sino frente al

desafío de lo vivible y lo tolerable por una criatura, a la que le es dado

retrasar en su carnadura única y mortal, la entera historia no ya de la propia

especie sino de la vida misma y sus incontables metamorfosis. Como el

“inmortal” de Borges, Vidal Olmos agota las posibilidades de lo humano,

aunque no en la sucesión interminable sino en un solo episodio de brutal y

vertiginosa combustión. Y a diferencia del personaje borgeano, el registro de

sus vivencias lo lleva también a las máscaras animales y las combinaciones

monstruosas (...)

Sobre héroes y tumbas, “novela total” (de acuerdo con la aspiración

romántica, que solicitaba del género la visión de lo humano en todas sus

dimensiones) entreteje múltiples voces e historias con la Historia, expande en

direcciones contrapuestas los ámbitos geográficos, abre, desde la ciudad

cotidiana, una grieta en la percepción, una ventana oscura hacia el otro lado

de lo que creemos real. Hay en ella un relato de amor entre un adolescente

solitario e inseguro que no sabe aún cómo devenir hombre (Martín) y una

muchacha (Alejandra) que parece llegar desde un pasado inmemorial. Hay

también un relato de horror que es la Historia de un país donde se vuelven a

deshacer, con el trabajo del odio, los cimientos de una fundación que nunca

pudo asentarse en la inestable arena del combate. Hay otra historia de

incesto (entre Fernando Vidal Olmos y Alejandra –y también la madre o la

Diosa Madre–) que le reclama al héroe volver insaciablemente a los orígenes

y afrontar (como otro Dionysos) el terror y la desintegración para nacer de

nuevo, acaso, desde la unidad primordial. Este mandato imposible, esta

paradoja, encontrará su adecuado escenario en las cloacas de Buenos Aires,

y su expresión simbólica es la Ceguera. Una Ceguera que tiene su propia y

oculta sabiduría, que cuestiona la luz meridiana del “logos”, de la razón

platónica, para instalar, en un territorio mítico, más allá de las engañosas

copias visuales, fuera del tiempo, el camino del “conocimiento por el tacto”: la

recuperación convulsiva del cuerpo –negado y escindido– en las

experiencias agónicas del devoramiento y de la fusión.

Ese camino poblado de imágenes alucinatorias, tan afín al surrealismo y sus

paisajes oníricos, que marcaron de manera decisiva la estética del autor, no

obstruye otras visiones más familiares y cercanas. Sobre héroes y tumbas es

también una novela de Buenos Aires-Babel, la gran ciudad donde convergen,

no siempre felizmente, las etnias y las lenguas, donde las muchedumbres no

alcanzan a constituir una comunidad sino la conjunción azarosa de seres

humanos que viven ensimismados, su propio extrañamiento: no sólo los

inmigrantes europeos sino los “cabecitas negras” que llegan desde las

provincias como otros desterrados, no menos extranjeros en la ciudad

cosmopolita.

Desde su singularidad, la novela expresa cabalmente los temas y debates de

la coyuntura de “los sesenta” (la vuelta de la mirada hacia el Interior, la

indagación en la historia nacional, la relectura del peronismo, el

“compromiso” del escritor); se convierte en inexcusable referencia y en hito

representativo con el que dialogará la generación siguiente (la de El

escarabajo de Oro). Más allá de su contexto inmediato, es un palimpsesto,

una obra complejamente simbólica, susceptible de asedios desde los más

diversos registros (metafísico, sociológico, histórico, político, gnoseológico).

Por lo demás, en su espacio desdoblado y sinuoso cada peregrino o

transeúnte podrá hallar el diseño de su propio itinerario vital, de sus

preocupaciones intelectuales, de sus terrores y sus deseos.

Unos la leerán como el vademécum que nos guía por una ciudad

aparentemente conocida y esencialmente misteriosa. Algunos rastrearán en

ella el origen del Mal o del mal argentino, o el mal del Origen. O las torsiones

del arte moderno, desde el romanticismo al surrealismo, o las antinomias de

la condición hispanoamericana (y de la condición humana). O verán en sus

mapas de escrituras diversas, de grafittis y relictos verbales, vislumbres

posmodernas. Otros seguirán el hilo fracturado del discurso amoroso que

alcanza, en Martín y Alejandra, una configuración ya legendaria.

Acaso por la variedad de estas “entradas” posibles, por sus potencialidades

de abordaje, Sobre héroes y tumbas fue, a partir de su primera recepción,

una novela sujeta a todo tipo de discusiones críticas. Por mi parte, siempre

encontré en ella, desde la pasión empírica de la lectura, un “núcleo duro”

perteneciente al orden de lo irrefutable. Cuando Fernando Vidal Olmos,

después de descender a las cloacas de Buenos Aires, despierta en su cuarto

de Villa Devoto, no se cuestiona la “realidad” de su periplo subterráneo, sino

la del mundo “normal” al que parece haber sido devuelto. “Enceguecido y

sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo

nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al

fin es la verdadera.” “¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los

ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé.

Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto.”

Si de algo tengo certeza yo también es de que en el núcleo de Sobre héroes

y tumbas ha sucedido y sucederá la poesía en estado puro, esto es, en

estado mágico. Las metamorfosis de Fernando son más que metáforas, tal

como las entiende la “razón interpretativa”. Son encarnaciones fascinantes

que seducen, horrorizan y encandilan. Unen lo arcaico inmemorial y la

novedad atroz, inclasificable, ingobernable. El espanto gozoso de la

transformación prescinde de traducciones, explicaciones, paráfrasis. Es,

simplemente.

Bajo la luz del sueño, dijo Jean Paul, vemos ambular, en libertad, de noche,

las fieras que la razón diurna mantenía encadenadas. O, según Novalis,

adivinamos la eternidad, el pasado y el porvenir. A veces la literatura se

inviste con los poderes del sueño y libera a los animales enjaulados, ilumina

territorios imaginados y perdidos. Sobre héroes y tumbas, gótico surrealista y

argentino, galería de fantasmas familiares, geología fantástica, perverso libro

de viajes fabulosos en el corazón de lo cotidiano, nos ofrece la ilusión de

recobrar un tesoro siniestro. De asomarnos a la “forma oculta del mundo”, y

de atisbar en ella, como en un diseño abismal de cajas chinas, todos los

“otros mundos” que están en éste.






Colección Archivos

miércoles, 9 de junio de 2010

Bote negro
de
Paulina Vinderman





Georges Dumézil, el estudioso de la mitología indoeuropea, escribió un precioso libro Nostradamus. Sócrates donde ensayó la posibilidad de acercarse al conocimiento en estado de Inocencia. Los temas centrales del libro, dividido en dos partes, son: el estudio de la más famosa cuarteta de Nostradamus, la 20 de la novena centuria y las palabras finales del maestro griego, convertidas, hasta hoy, en un enigma.


Paulina Vinderman abre su Bote negro con palabras de Lispector.

Leemos esas palabras:
“Incluso en Camus ese amor por el heroísmmo.¿No hay otra forma? No, incluso comprender ya es un heroísmo. ¿Entonces no podemos simplemente abrir una puerta y mirar?"

Allí concluye la cita de Lispector que me permitió, entre otras, esta primera conexión con el libro de Dumézil, quien con fervor de discípulo parte en búsqueda del que consideraba un especialista en Nostradamus: Monsieur Espopondie, esto sucedía entre los años 1922 y 1925. Los más interesante de las eruditas conversaciones Espopondie/Dumézil es el tono de admiración y respeto entre maestro y discípulo, las largas y arduas jornadas, entre merienda y merienda, transcurridas en aquellas visitas de Dumézil al maestro; tardes de largas discusiones donde se internaban por el oscuro lenguaje de Nostradamus, buscando develar secretos y sentidos en las extrañas voces de aquella famosísima cuarteta, escrita dos siglos y medio antes -que otro famoso hecho sucediera- y cómo esas cuatro líneas habían tocado la realidad de 1791, de manera tan exacta, dando cuenta de la detención y, luego, el final de la vida de Luis XVI, detenido en Varennes.

Dumézil/Espopondie buscaban desmadejar la cuarteta 20 tal si fuera una partida de ajedrez. En ello veo/ leo la relación con las palabras de Lispector. Sabemos que el ajedrez es un juego de sacrificios, básicamente, y el intento de comprensión de aquel texto exigía el mayor de los sacrificios lo cual exige, sin dudas, la mayor disponibilidad. Nos preguntamos, ahora, aquí, ¿por qué Paulina abrió su libro con esta cita? ¿Qué le dicen a ella las palabras de Lispector?, ¿qué a nosotros luego de leer su libro? ¿Y qué relación guardan con Bote negro?


En el poema 1, Vinderman dice, en los primeros dos versos:


Es un atardecer como cualquier otro
y no puedo sobornar el mundo.

Fijemos la atención en el verbo sobornar y veremos que, solamente hablar de esta palabra, su presencia y significado en ése lugar, nos llevaría a compartir más de una taza de té.

Claro uno trata de penetrar la totalidad del libro, tarea más que ardua, y comprende que los 35 textos que lo integran, son una vasta extensión compositiva que rodea la entera vida de quien escribe y, a su vez, la cabal mostración de un ejercicio en el que la sensibilidad de la autora es llevada, en casi todo su recorrido, mucho más por la fuerza melodiosa de la lengua que por el ritmo que podría imponer otro perfil a esta, la poesía de Paulina Vinderman. Lugones nos decía que el ritmo era el elemento masculino y la melodía lo femenino, aquí no tenemos duda qué elemento predomina. Toda la poesía que he leído de Paulina está construida, digámoslo así, desde un registro extremo donde la sensibilidad acusa el dolor y, a la vez, siente la necesidad de rechazarlo y sobreponerse; exalta la grandiosidad y la pequeñez en igualdad, con el mismo intenso lenguaje.

Leemos en el poema 8:

También en este poema va a anochecer.
Debo cazar rápido las palabras: mundo, árbol, lágrima,
Va a anochecer y aún no he comprendido el día.


Esperaba al mundo, lo esperaba todo
(un puerto amplio de aguas oscuras y brillantes)
Y allí estaban las palabras para darme aire:
Noche, duelo, frío.


Y el poema continua pero ya leímos en el segundo verso la manera de enumerar las dimensiones: mundo, árbol, lágrima. Y el cierre de estos últimos cuatro versos: Noche, duelo, frío.


Estas palabras señaladas son como totalidades precisas, palabras que han sido tomadas de un conjunto amplísimo y colocadas de manera delicadas en el lugar exacto, allí donde su efecto es de una contundencia indubitable.

La poesía de Paulina es como un complejo tejido que nos permite entrever y exaltar aquello que sabemos y a la vez desconocemos, como si las voces surgieran de los sueños y, al despertar, supiéramos que todos los nombres han respondido al suave llamado de la noche. Esa noche que, sabemos, es subida, caída, terror, tiniebla y luz: lugar donde moran desconocidos dioses e intemporales fantasmas, de allí venimos y somos, quizás, un designio formado por las noches de todos los tiempos.

Sigo con las conexiones de las palabras de Lispector. En una bellísima novela de Yukio Mishima, El marinero que perdió la gracia del mar, el autor dedica todo el esfuerzo del libro en acercarnos al conflicto de un adolescente que espía, por el ojo de la cerradura, los amoríos de su madre con un amante que, por supuesto, no es su padre. Vemos que la clave del dolor de ese personaje está dicha en el título del libro. La pérdida de la gracia es uno de los mayores castigos que puede sufrir ése adolescente. Ganar la gracia del mar habría consistido, entonces, en pasar por alto el ojo de aquella cerradura, entregar su mirada al mar, es decir, sacrificar la curiosidad inicial, esa curiosidad que deviene trampa y cuyo dolor es irremediable e impide ganar lejanías, espacios que nos hacen creer, por momentos, en la existencia de la eternidad.
Más tarde el propio Mishima, en otro libro, El sol y el acero, buscaría la conciliación de aquel dolor entrenando la mente y el cuerpo en proporcionados esfuerzos.




Volvemos a Vinderman, del poema 31, leemos los tres primeros versos:


Enjuagar la noche, escurrirla, que llegue
a mi mesa su secreto

¿De eso se trata?

Paulina sabe que “Enjuagar la noche...” es acción imposible, por eso surge en el poema como si fuera una invocación, pero además que vengan a su mesa los secretos de la noche es algo más desafiante aún, nos maravilla el pedido, pues, los secretos de la noche se disfrazan y pasean por nuestros sueños con espíritu libertario sin ánimo de obediencia alguna.


Bote negro es lo aprisionado por el preanuncio de lo definitivo, la voz que predomina pareciera hablarnos, por momentos, desde una ausencia que se dibuja en la hoja de papel sin que la mano del trazo exista, lo que existe es un tiempo, una reflexión constante que se rebela ante cualquier intrusión.

Continúo, ahora, con Dumézil. El capítulo dedicado a las últimas palabras de Sócrates. Aquí el autor nos dice que esperó casi 50 años para escribir lo que resultó ser casi una conclusión inesperada: Dumézil había conocido en un crucero a Charles Toussaint, hombre agnóstico pero capaz de todas las indulgencias frente al budismo y demás expresiones filosóficas afines. Nuestro autor y Toussaint compartían todas las comidas durante el crucero y, entre las tantas conversaciones pasando del Viaje de Bran a los Campos Elíseos del Fedón, terminaron hablando de la última jornada de Sócrates. Dumézil expresó aquello que desde la primera juventud lo había encantado: “Oh, Critón, debemos un gallo a Asclepio, ¡paga la deuda y no olvides!”, repitió las palabras en griego, en francés y percibió en los ojos de Toussaint la malicia de la interrogación. ¿Cómo entiende Ud. eso, parecía preguntar? Ingenuamente Dumézil declaró que Sócrates, viéndose liberado de esta enfermedad, curable sólo por la muerte, que es para un filósofo la vida en este mundo, confiaba a sus amigos el cuidado de atestiguar su reconocimiento al dios amo de las curaciones.
-No, no, amigo mío, dijo Toussaint, Sócrates no era budista. La vida para él, era un tiempo de pruebas y de penas, pero también de ocasiones y de goces. No un estado de enfermedad por cierto. Un gimnasio moral, más bien, donde el sabio se torna dueño de los músculos de su alma y que abandona luego sin pena, como un campeón se retira definitivamente, sin remordimientos. Aquella observación de Toussaint marcó para siempre el espíritu de Dumézil y lo llevó a convertirse en uno de los más rigurosos filólogos de su tiempo.



Cómo salir ahora de estas conexiones y entrar nuevamente a Bote negro, cómo decir que en este libro no está escrita la palabra bote en su interior y sin embargo la materialidad del sustantivo, que sólo juega libremente en el título, se constituye en elemento indispensable para transitar y viajar por cada poema, por cada palabra que lo constituye. Cómo dejar testimonio y agradecimiento por la circunstancia, por las asociaciones que siempre nos enriquecen y para dejar en claro que no ha sido capricho personal contar rápidamente el reflejo de otras historias, sino que me he dejado llevar por esos libros que, de modo sugestivo, se unen a éste de Paulina.

Termino, pues, con la lectura de los primeros cinco versos del poema 35 que cierra el libro :

Todo va hacia el invierno
y mi cielo sigue bordado por tu imaginación.
Qué tosco dios puede decirme que levante
mi cabeza y espíe por la cerradura en plena
oscuridad?

Juan Maldonado