lunes, 28 de mayo de 2012

Sobre "Sangre" de Gabriela Halac


Una forma de respiración

Carlos Schilling en “Ciudad X”- Mayo de 2012

Tal vez la máxima aspiración de la poesía sea transformarse en una forma de respiración, hacer que las palabras adquieran la ingravidez del aire y se fundan unas en otras hasta volverse invisibles, intangibles, apenas un suspiro, un aliento. Más allá del sentido que los anima, más allá de lo que significan los poemas, ese efecto aéreo está dado, cuando se consigue, como sucede en Sangre, de Gabriela Halac, por una disposición verbal, una especie de fraseo absoluto, en el que se combinan desde el ritmo de los versos hasta la textura sonora de las sílabas.
Es música y no es música a la vez. Es algo más órganico y menos definido que la música. De alguna manera, esa cualidad ambivalente es descrita en estos versos “aquí ahora suena Satie/ podría sonar sin ser Satie/ y contaminar/ contaminar/ contaminar/ el espacio vacío/ poblar de sentidos/ la sangre que corre”. Como la música, como el aire, la voz de Gabriela Halac se desliza por el espacio que ella misma genera y no es una de sus menores virtudes transfigurar todo lo que nombra (como si no lo nombrara, como si sólo lo rozara)
Las escenas más o menos cotidianas de la historia familiar o personal que evocan los poemas se convierten en algo distinto, se elevan a una dimensión que parece estar fuera del mundo y al mismo tiempo dentro del mundo, como espectros de sí mismas, como imágenes viradas a la trasparencia. Los seres y las cosas padecen una “transformación adorable”, al igual que esas “tazas blancas que cambian de color cuando el líquido cae”, y aunque en el desarrollo del poema la memoria se subleve y no falte una nota de furia o desesperación, lo que se impone es siempre la cadencia establecida desde el primer verso.
Sangre es un libro compuesto por un solo poema dividido en estancias, en fragmentos, en escenas, cada parte articulada con la otra mediante líneas de puntos verticales que son la expresión gráfica de una continuidad siempre provisoria, como quien retoma el aliento después de una carrera. Cuando se ahoga, cuando se angustia, el poema entendido como una forma de respirar se vuelve un ejercicio de negación o de superación: “quiero quedarme y decir algo/ no su nombre/ otra cosa/ la voz se asfixia como un insecto en un frasco/ débil”.

Sangre Gabriela Halac Alción Editora Córdoba 2011

Sobre "Teoría del amanuense" de Ezequiel Ambrustolo


Pensar la gramática de Ezequiel Ambrustolo es remitirse al carácter iniciático de la palabra cultual, en el salvar la brecha que pueda abrirse entre lo que es la teología y la teurgia, tal como eran entendidas por la filosofía de raigambre neoplatónica (especialmente en las figuras de Jámblico, Proclo y Orígenes). También el proponer -como puente de vínculo entre esos dos ámbitos- la naturaleza hímnica de la poética del amanuense, ya que tal modalidad permite acceder a las proximidades de un saber supraesencial que, a su vez, es gozosa posesión de la divinidad misma en cuanto exterioridad absoluta, en cuanto realidad que no siendo inteligible ni sensible se presenta como posibilitante.
Desde el siglo VI aproximadamente, Dionisio Areopagita afirma que, con la himnología cultual, se cumple aquella deseada elevación de quien anhela reunirse con el Principio de la Deidad. Para explicarlo llama “theárquicos” a los himnos, expresión que aparece en conjunción con el neologismo del que toma origen: ‘thearquía’, la Fuente de la Divinidad. La himnología es parte inherente de la revelación que Dios hace de sí mismo según el despliegue que opera la palabra orante, en el culto, al elevarse de forma celebratoria. Además vale recordar que Dionisio aplica, a lo largo de su obra, el predicado ‘theárquico’ en múltiples oportunidades, sea a la sustancia misma de Dios, a los atributos divinos, a la Encarnación, a la presencia activa de Dios en el culto cristiano, al momento culminante del ascenso místico, a los sacramentos, a la Escritura. Sin embargo es llamativo que en solo dos oportunidades predica de los himnos su carácter ‘theárquico’: en el primer capítulo de los Nombres Divinos, y en La Jerarquía Celeste, referido a los himnos seráficos. Poco antes de concluir La Jerarquía Celeste, hablando de la visión de Isaías (6, 1-8), Dionisio dice que el teólogo sacro es iniciado en la himnología theárquica por el Serafín que le trasmite su propia ciencia sagrada. La glorificación de Dios -en el caso de Ezequiel habría que referirla como la

epifanía
de una voz
que renuncia
y
escucha-

al adorarle con himnos, es ‘theárquica’ siempre y cuando hayan surgido desde la intimidad misma de lo numinoso, o de los círculos más próximos a lo numinoso. Aspecto que lo vincula de manera evidente a Ezequiel si tomamos en cuenta que su trazo se encuentra saturado de un imaginario ígneo altamente deudor de la edad media europea -sin descartar las referencias intertextuales a la religiosidad de origen bizantino-, otorgando el protagonismo a las distintas encarnaciones de la luz en cuanto realidad privilegiada de naturaleza incorpórea, como en la recurrencia a la figura del fénix, ese que

no es un ave

es el rezo
de la aurora
la grisácea criatura
que clama
por renacer.

De hecho, si arriesgamos caracterizar la mayor parte de los textos que conforman el corpus poético de este autor como ‘theárquicos’ veremos, al igual que su ilustre y apócrifo predecesor, la teorización poética y su praxis como un proceso de profundización o despliegue de la conciencia que gradualmente se aleja de la objetividad causa-efecto, dirigiéndose hacia una conciencia unitarista, según prescribe el poema:

¿Qué ave
ignora
que la raíz del árbol
donde
duerme
su cría
será la madera
donde escriba
sus notas
periódicas el ornitólogo?

Todo
está en
Todo.

y que persiste a pesar de su agonismo implícito, como cuando se plantea

la
elección
diaria:
el tío
o el pantano.

Y eso es posible en el momento mismo que consideremos a la lecto/escritura hipostasiada con la dialéctica subyacente a la relación hombre/divinidad. Incluso se llega a retomar una de las características de la hermenéutica medieval que es la literalidad del texto como una realidad matérica, una “horizontalidad” que expande el entendimiento hacia una mesura cuantitativa. Por eso vale agregar que de allí a la revelación hay sólo un paso: la grafía de Ezequiel promueve un proceso de transmitologización (es decir, una desmitologización del contenido y una remitologización del lengua¬je), en el que un conjunto de símbolos debe corresponderse con toda una interpretación mistérica del mundo y de la historia, tal como lo sugieren los siguientes versos de ese Poema que escribe el poema que

sabe
los orígenes:
el primer remanso;
la primera tarde;
el ave que inicia el cielo
y la rosa que deviene.

Digo el nombre
y sus consecuencias:

Dios
y abajo
la tarde, el ave
y la rosa.

El símbolo no es simplemente la estructura, sino la estructura en el discurso, el cosmos del cual se habla.
Por otra parte, el símbolo no es analogía de proporcionalidad porque en el símbolo no existe la relación del primero al segundo como se tiene en la analogía . Tampoco es comparación, en el cual todos los términos se encuentran dominados entre sí. Tampoco es alegoría porque la alegoría no es una forma de definir o configurar lo mentado sino un proceso interpretativo. El símbolo es un signo que, a través de un significado primero, intuye un significado segundo: su dilema es estar sometido a la tensión en virtud de su intención de significar y que, a su vez, rebasa el primer significado para hacer llegar al otro aquella realidad que pretende y a la cual tiende. Por lo tanto, lo intencionado (el objetivo del símbolo) apenas puede ser conocido: sólo puede ser referido (mito, cosmogonía, memoria religiosa) y actuado (rito, mística, moral). Así, pues, la comprensión del símbolo a través del estudio de la intención obliga a rescatar el acontecimiento por el cual se significa. La experiencia de la hierofanía no es la experiencia vivida de una plenitud sino de una intención cuya forma de expresarse reside en el alcance de la propuesta de Ezequiel: si el lenguaje es un tipo de escritura que, creyendo imprimir su grafía sobre una superficie límpida no hace otra cosa sino trazar sus expresiones sobre los surcos ya abiertos por una “textualidad” arcana, la escritura es lectura de esta “textualidad” por la cual la

palabra
que aspira
al silencio
busca
un origen
lo íntegro
la infinita
unidad de la rosa
el canto del cisne.

De modo que, mientras el lenguaje es un dispositivo de ocultamiento de la “textualidad” interior, en la escritura acontece el develamiento de esta “textualidad”. Lenguaje y escritura, en este sentido, serían repetición de la “textualidad”; su diferencia radical es que el lenguaje es un mero “decir” mientras que la escritura es un “decir autoconsciente”. El “decir” del lenguaje es un re-ligarse a la codificación racional de la subjetividad; un continuo volver sobre sí del individuo que exacerba un proceso de interiorización que conduce y reconduce al sí mismo hacia el “yo” como en

este
indeciso
oleaje que soy
(y que) pronto
me dejará
en alguna
de las dos
orillas.

Por su parte, el “decir autoconsciente” de la escritura es un des-ligarse de esta codificación racional; un salir por fuera de sí del individuo. No obstante, no se trata de dar un salto por fuera de la subjetividad; tal posibilidad no sería sino pensar en los términos de una escritura absolutamente originaria, es decir, una escritura sobre la hoja en blanco y, con ello, una recaída en el lenguaje por donde se corre el riesgo de regresar

por el camino
desierto
despojados
de nuevos utensilios.

Y esta salida, paradójicamente, sólo es posible en tanto que profundización consciente del individuo sobre sí mismo, lo que nos lleva a ver -en la escritura de Ezequiel, en su condición de amanuense- el intento por trascender la propia subjetividad a partir de un proceso de inmanencia.


Martin Palacio Gamboa.




miércoles, 16 de mayo de 2012

Sobre "Los años fugitivos" de Beatriz Actis

LaCapital.com.ar

Edición Impresa

Domingo, 13 de mayo de 2012 01:00

La quimera del oro

(Por Gloria Lenardón).  Finalista de los premios Emecé y Letra Sur, Los años fugitivos sigue el recorrido de cuatro ingenieros que se dedican a buscar petróleo en la Patagonia. Una novela de migraciones y traslados.


Como tres tristes tigres, un trabalenguas latinoamericano, en la novela Los años fugitivos, de Beatriz Actis, finalista del premio Emecé y de Letra Sur, tres especialistas en suelo, más uno más (loco por añadidura, dadas sus arengas bíblicas) —también podrían ser los cuatro jinetes del Apocalipsis— se aplican a la búsqueda de petróleo en la Patagonia argentina. Los cuatro ingenieros: César Pelayo, Mercedes Petryla, Genaro Bresler, más Alfredo Molina Navas (el loco), buscan el oro negro, la riqueza que deben desenterrar, "el aceite de roca", para mover lo que está irremediablemente quieto, la maquinaria que no produce porque no tiene combustible, la energía que debe animarla.

Siguiendo las condiciones actuales de la novela que rechaza estímulos fijos y busca otros mecanismos que activen su funcionamiento, la novela de Actis no sólo borra la cronología sino que borra también las relaciones lógicas entre las unidades narrativas; en Los años fugitivos, cada unidad adquiere independencia, resalta el "en sí", y los cuatro personajes que hablan desde la primera persona dan cohesión a una voz única, la voz de la novela a la que se subordinan; se trata de una voz que se hace oír por encima y que suprime las distancias entre las voces que la conforman, aunque las cuatro sigan manteniéndose como entidades autónomas.

La novela que se fragmenta en el cambio de voces explicita en sus enunciaciones otras voces que la sustentan, citas, canciones populares, el folletín, películas, pinturas y autores que hicieron historia, la historia real que circula por fuera de la historia de la novela rozándola, como el peronismo, sus fragmentos. El plural del discurso es ejecutado por un colectivo, la disparidad junta sus filos, y en la yuxtaposición, en la suma, se crea una ilusión de continuo. Capote, Fitzgerald, Graham Greene, Herzog, Bolaño, Andrés Bello y otros, en connivencia con el personaje César Pelayo, el cubano itinerante que terminó finalmente viviendo en Chile y que tiene como Neruda su Josie Bliss, en la persona de la mujer que quiere cortar con el cuchillo con que cenan la conexión de Pelayo a la máquina que lo hace soñar y sin la cual no puede vivir. En El derecho a soñar, Bachelard dice: "Por su vida colorante, la tinta puede hacer un universo con solo encontrar un soñador, siempre si escucha bien todas las confidencias de la mancha". Los entornos sucios, los paisajes, todos los escenarios áridos de la novela parecen confluir en la misma pendiente, en la misma dureza gris del suelo de Santa Fe que al orillar el río no escapa a los derrumbes.

El relato interroga a las formas que lo rodean, su densidad, su resistencia, su posibilidad de sobrevivir, la belleza triste, rústica, que se disuelve por nada. Dice Mercedes: "Los animales muertos flotando a través del Paraná a orillas del puente y debajo de él, como una marcha fúnebre y lenta hacia la desembocadura"; Mercedes ha recibido tempranamente más de una advertencia, en los pozos de la pampa donde vivía cuando era chica el agua dulce tenía sal, vestigios del mar que se filtraban debido al suelo permeable, en los juegos infantiles la imaginación estaba alimentada por una montaña de cartón por la que se deslizaba como por un tobogán pero que el fuego reduciría rápidamente a cenizas, el piano que se empecinaba en tocar sin pensar en la dificultad, sin prestar atención a la advertencia de que querer conseguir música con un objeto complejo hace sufrir.

Los años fugitivos es una novela de migración, de desplazamientos, de cruce de símbolos, de traslados que se rubrican con el propio traslado de los personajes de un punto a otro y que siguen conservando dentro de sí todo lo visto; es una novela que lejos de lo codificado, abstraída sobre sí misma, expande el arte del disimulo, tal cual lo hacen los sueños cambiando las cosas de lugar, como la máquina que hace soñar a Pelayo oxigenándole la cabeza.