miércoles, 10 de julio de 2013

El idioma de los camellos (Aníbal Bronstein)


Por Daniel Groisman

Habíamos pensado en jugar al ajedrez mientras conversáramos sobre el libro y que entremedio de las reflexiones se colara el rumor del “jaque mate”, pero el objeto ajedrez mudó repentinamente a vasito de whisky. Este tipo de cosas suceden en el mundo de lenguas camélidas con las que se lamenta y se menta Aníbal, un mundo donde la causalidad (o el paradigma del ajedrez) toman la forma de un espejismo, donde las cosas no suceden por algo, es decir por una concatenación de razones y movimientos autosuficientes que encuentran un desenlace que ya los contenía en potencia. Se trata, más bien, de un mundo donde ni si quiera podría afirmarse con plena certeza que las cosas suceden “sin porqué”, ya que en ese caso una no causa ganaría algo de causa y se haría reingresar por la ventana aquello que se invita a salir por la puerta. Lo singular de El idioma de los camellos es que las cosas aparecen, se muestran, hacen su danza y se sostienen en un imaginario que inmediatamente cae y vuelve a recomenzar de otra manera. Como si el narrador fuera un dramaturgo que no para de salir a escena para denunciar a sus actores y a sí mismo. ¡Somos todos unos impostores!, grita, y vuelve detrás de bambalinas. Se tranquiliza, narra un poco más, y vuelve a salir: “¿Acaso no quedó claro que somos todos unos impostores?, ¿por qué siguen actuando?”. Pero al instante se arrepiente, se esconde detrás del telón y piensa que quizá sea mejor callarse y hacer como que duda de lo que dice para que Dios, es decir el dramaturgo del dramaturgo, pueda tener algún lugar en la escena.

Para que un mundo causal caiga en desgracia es necesario llevarlo al punto de su máxima saturación, al lugar donde el razonamiento confiesa su estupidez disfrazada de mundo. El idioma de los camellos, libro que hace constelación con “el idioma analítico de John Wilkins” —el texto de Borges donde se cita cierta enciclopedia china en la que se muestra la contingencia de la nominación, es decir la posibilidad de desagrupar lo que parece agrupado de una vez y para siempre, de bautizar con otro ritual aquello que se vuelve dogma, descomponer los cuerpos doctrinarios de la lengua — provoca un caos en las convenciones del signo, un Tou va-bou bíblico, lo cual no hace más que inspirar en el lector ese clásico festejo judío de la vida: “oy va-boy”. En “La enfermedad de la mujer que se quedó sin sonido”, los cabellos de Martinetta, por ejemplo, una despiadada actriz de mimo cuya hepatitis la convierte en un ser dual, adquiriendo a veces más relevancia su lengua hepática que su lengua empática, son el índice de fenómenos como el aburrimiento o el saqueo de un supermercado. Cito: “si alguna de las dos salía a la calle [es decir, Martinetta o su hepatitis] y se acomodaba el pelo, eso quería decir que un grupo de gente estaba saqueando un almacén del mercado. En cambio, si el pelo se le movía por acción del viento, eso no quería decir nada, y entonces el resto del día era bastante aburrido porque no había ningún mensaje haciéndome sombra”.

En El idioma de los camellos las realidades con las que sostenemos el mundo empiezan a derretirse como los pinitos de una heladería askenazí, estallan como una biografía en “un campo de refugiados para plumíferos” o se vuelven directamente autistas “para ahorrarse los problemas que nos causan los diccionarios”. La realidad resulta aquí, por qué no, de la diferencia imaginaria que cada uno introduce entre el “desierto egipcio” y “un casquete de hielo en Groenlandia”. Parece decir Aníbal: si quieren acceder a la realidad, cómprense un mapamundi.

El idioma de los camellos es un idioma tan sutil que se aprende a hablar con barbijo para protegerse del objeto del discurso. Se trata de un decir que rastrea los cromosomas, la genética misma del delirio de vivir en un mundo gramatical. Pero, además, que el idioma sea de los camellos no es (quiero creer) una humanización del camello, es el reconocimiento de la camellidad de lo humano, de la extranjería respecto a lo que nos joroba de la lengua. Gregorio es un camello que vivió “muchos años en nuestra ciudad, robando el idioma de la gente, como método para conseguir aparearse con nuestras humanas”. Está claro que en esa escena Aníbal prescinde de la mención a la famosa acusación del tercer reich a los egipcios (o, mejor, heteroegipcios). Eso, muy sagaz y maliciosamente, se lo deja al presentador del libro, quien viene supuestamente a develar “el sentido oculto del texto”. Después de lo cual, el presentador del libro, no puede sino sentir empatía con aquellos que terminan por enjuiciar al camello Gregorio y devenir alérgico a su pelo.

Hay algo en los vaivenes de la escritura de Aníbal que me recuerda a la fábula del autómata turco que utiliza Walter Benjamin en la primera tesis de filosofía de la historia. Dice WB: “Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco”. Si cediéramos a la tentación de buscar un enano, una causa oculta, cosa que dijimos que está prohibido pero por estarlo precisamente lo hacemos, ¿quién ocuparía su lugar en El idioma de los camellos?, ¿quién sería el enano oculto que mueve las fichas del tablero y gana la partida sin que nos demos cuenta? Me animaría a decir que, por momentos, es la gramática en un sentido amplio, las “pirámides hechas de sustantivos” como dice Aníbal, la virtualidad que se actualiza cada vez que enunciamos algo y que nos fuerza a decir cosas entre límites precisos. Por eso, parafraseando a Aníbal, la pregunta que se abre aquí es la siguiente: ¿cómo es posible que con un mismo diccionario, con un diccionario compartido, haya sujetos que devengan trágicos y otros que devengan cómicos? ¿Es acaso todo un problema de cómo cada uno fue escupido o, en el mejor de los casos, esculpido por la sintaxis?, ¿vive cada uno en su pequeña tragedia sintáctica? Cuando tomamos té, ¿tomamos té de manera sintáctica?, ¿nuestras enfermedades pertenecen a la real academia? Si las enfermedades, como dice Aníbal, sirven para que la gente se demuestre, ¿qué es una persona sana?, ¿alguien que vive fuera de la sintaxis?

De cualquier manera, creo que sería un tanto miope postular sólo la gramática en el lugar del enano, hay toda una serie de objetos animados por las voces y las miradas humanas que parecen ser, por momentos, los que realmente definen la partida de ajedrez. Así reza una oración de “Tragedia knishe”: “Tenía la vista fija en uno de los fideos que estaba enredado en un tenedor que se había puesto a flotar sobre la mesa, y cuando el aparato de ortodoncia empezó a rebanarlo, me di cuenta que me había identificado con el fideo, así que corrí la vista”. Identificarse con un fideo es como considerar que los italianos desatan un genocidio cada vez que se sientan a la mesa. Dicho lo cual, y volviendo al ajedrez, la cosa daría más o menos el siguiente resultado: todo italiano fue y seguirá siendo gobernado por un enano fascista. A menos que, para salvarse de sí mismo, deje de comer fideos o se mude a otro país.



Para finalizar, podría perfectamente decir que a este libro lo escribí yo, o siendo generoso, que le pertenece tanto a Aníbal como a mí, o incluso si me dejara seducir por la demagogia del micrófono, que, en todo caso, lo escribimos entre todos. Esa cláusula está en el mismo libro, en un párrafo que interrumpe el coito de cualquier explicación psicologizante del narcisismo. “Algunos descubren que siempre llevaron un amasador de helados en el interior, y de entrada les sale bien el pinito, lo meten en el chocolate caliente pero, en contra de la escena que se generó, cuando ya está todo listo, lo alzan como un trofeo. Entonces se les cae el pinito sobre el delantal. Eso es porque los seres humanos, cada vez que agarran un galardón, lo levantan, pero con una leve inclinación hacia sí mismos”. Como escritor, lector y presentador del libro, entonces, (me hago cargo de todo para salvarlo a Aníbal de su sí mismo), los invito a probar del pinito. Porque si es cierto que últimamente hay una decadencia en la repostería ashkenazim, El idioma de los camellos renueva alquímicamente sus sabores. Ya van a ver, cuando lo extrañen a Aníbal, como dice uno de sus personajes heladeros, se les va a hacer “como un pinito en el interior”.